Craviotto y Perucho, campeones en el último aliento
El piragüista Saúl Craviotto competirá en Rio'16 en las modalidades de K-1 200 y K-2 200. Aspira a ampliar su colección de medallas olímpicas, que comenzó con el oro en K-2 500 junto a Carlos Pérez Rial en Pekín'08. Así lo contaron para el libro Españoles de oro.
Detrás del oro olímpico del K-2 500 en Pekín hubo una acertada decisión técnica y un trabajo titánico que se concentró en unos pocos meses. La decisión técnica fue reunir en una misma embarcación a dos piragüistas que nunca habían competido juntos, y cuyo único nexo de unión era su trabajo como funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía. El trabajo titánico fue combinar -hasta ensamblar como el mecanismo de un reloj- las cualidades de dos deportistas que necesitaban un revulsivo, porque se encontraban en el momento más difícil de sus trayectorias.
(Foto: https://revistaidaraya.com)
Carlos Pérez Rial (12 de abril de 1979), natural de Aldán (Pontevedra), es el segundo de cuatro hermanos, todos vinculados al piragüismo. Su afición se inició de niño, siguiendo los pasos de su hermano Jesús, que siempre fue una referencia y un apoyo, aunque Carlos se decidió por la canoa y Jesús por el kayak. A los catorce años, entró en el Centro de Tecnificación de Pontevedra. Como derivación cariñosa de su primer apellido, comenzaron a llamarle Perucho, como también era conocido su hermano. Se hizo palista con Daniel Brage, su entrenador durante diez años, hasta los Juegos de Atenas. En 1999 consiguió su primera medalla en una regata internacional, la Copa de Mundo de Sevilla en K-2 200 con Rodrigo Tiebo. Probó diferentes barcos, distancias y compañeros. En 2003 consiguió la primera medalla de plata en el Mundial de Atlanta en K-1 500 -primera medalla de España en la historia en esta distancia- y la plaza para los Juegos. El bronce en el Europeo de 2004 en Poznan hacía presagiar un buen resultado en Atenas. Sin embargo, quedó fuera de la final. Su puesto decimoctavo le provocó una tremenda decepción. A su regreso a Cangas de Morrazo, emergió su coraje, su sangre de campeón. En 2005 se proclamó campeón de Europa y del mundo en K-1 200, y en 2006, subcampeón del mundo. En septiembre de 2006 ingresó en la Academia de Policía de Ávila, donde permaneció hasta febrero de 2007. Ese año fue muy duro para Perucho. Quedó quinto en el Europeo de Pontevedra, no logró meterse en la final en el Mundial y no se clasificó para Pekín.
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También 2007 fue un año difícil para Saúl Craviotto (3 de noviembre de 1984). Manuel, su padre, y Víctor, su tío, le inculcaron la pasión por el piragüismo desde pequeño. Una foto revela que la primera vez que se subió a una piragua, sobre las piernas de su padre, tenía siete meses. A los diez años comenzó a entrenar y a competir a nivel provincial y autonómico. «Guardaba la piragua en una caseta de chapa, sin luz, ni agua, ni calefacción, ni tan siquiera una banqueta donde cambiarme, por falta de espacio». Los paisajes de su infancia y su adolescencia eran las orillas del río Segre y del embalse de Sant Llorenç de Montgai. A los quince años, la familia adoptó una decisión que cambió su vida: dejó su ciudad, Lérida, y su entorno, e ingresó en la Residencia Blume. Su objetivo era convertirse en un deportista de élite. En 2001, obtuvo su primera medalla internacional -plata en K-4 1000- en el Mundial de Curitiba (Brasil). En su segundo año como juvenil, haciendo pareja con Javier Hernanz en el K-2 500, preparó a conciencia la final del Mundial. Se movían en buenos tiempos. Sin embargo, se relajaron demasiado. Cuando todos los participantes estaban situados ya en la línea esperando la salida, ellos aún estaban calentando. Quedaron últimos. En 2004, fue campeón europeo sub-23 en K-1 y K-2 500, con Borja Prieto. En 2005 probó varias embarcaciones y distancias, incluido el K-4. Junto a Manuel Muñoz, Jaime Acuña y Borja Prieto, quedó quinto en 1.000 metros en el Mundial de Zagreb. Sin embargo, en los Europeos y en los Mundiales de 2006, estuvieron lejos del podio. Los técnicos ensalzaban sus cualidades, pero en el K-4 su futuro era incierto. Como Perucho, Saúl tampoco progresaba. 2007 fue su peor temporada. El equipo quedó fuera de los seis primeros puestos en el Mundial de Duisburgo, y no obtuvieron la clasificación para los Juegos. Por otro lado, en K-2 500 Francisco Llera y Damián Vindel fueron octavos. También se quedaron fuera.
Los malos resultados de este Mundial obligaron a reestructurar el equipo nacional. En ese momento, la prioridad de los responsables federativos era clasificar para los Juegos el mayor número posible de embarcaciones. Fue entonces cuando el entrenador de K-2, Miguel García, propuso reunir a Perucho y Saúl en la misma embarcación. No se entiende la hazaña olímpica sin su trabajo. Como piragüista de 500, logró diploma en Barcelona y Atlanta. En aquellos años ya coincidía con Perucho. Se había retirado joven y pronto se había hecho cargo del equipo español junior que había participado en Curitiba, donde Saúl había despuntado como promesa. Pasó a ser ayudante de Carlos Prendes y, como responsable directo del equipo nacional, se especializó en K-2 500 y 1000. En Atenas, sus pupilos Francisco Llera y Damián Vindel habían conseguido diploma. Miguel García quería colocar junto a Perucho a alguien que diera continuidad y eficacia a la explosividad del gallego en la salida. Salvo Ronald Rauhe, pocos palistas había en ese momento tan rápidos como él en distancias cortas. Y para eso, nadie mejor que Saúl. En octubre de 2007 unen esfuerzos, y, una vez juntos, comprueban que congenian en el plano personal y que sus cualidades deportivas se complementan. Mezclan a la perfección. La explosividad del gallego necesitaba de la potente cadencia del catalán, un deportista potente y sereno que sabe regularse y sincronizar las cadencias a la perfección. «Mi problema era la distribución de esfuerzo, salía demasiado fuerte, y el esfuerzo en la parte intermedia no se reflejaba en el deslizamiento. Por mis ansias de ir hacia delante perdía efectividad», reconoce Perucho. Saúl también es rápido, pero estaba en K-4 por su envergadura, su sentido del ritmo y de la distribución del esfuerzo.
La clave del buen rendimiento del dúo estuvo en una decisión técnica: modificar sus posiciones en la piragua. Perucho estaba habituado a ir delante, y Saúl detrás. Por el tipo de distribución de esfuerzo y por la forma de dar las paladas, pensaron que el cambio podía funcionar. La cuestión era probar, y si funcionaba, tratar de hacerse con una plaza para los Juegos. Apenas quedaba tiempo.
Antes de los Europeos, probaron diferentes formas de afrontar la prueba de 500 metros. Con una salida explosiva y con una parte intermedia aguantando un ritmo alto y constante, los alemanes Ronald Rauhe y Tim Wieskötter eran capaces de venir desde atrás y ganar con autoridad. Adaptar a Perucho y a Saúl a ese tipo de regata era imposible, no se podía hacer lo mismo que ellos. No obstante, su primera competición juntos corroboró las buenas expectativas de los entrenamientos. Quedaron subcampeones de Europa, que en este deporte es equivalente a un Mundial. En la final, su salida fue buena, y a mitad de carrera iban destacados, con el dúo alemán a casi un segundo y medio. Sin embargo, fueron rebasados a falta de unos metros de la meta. «El viento de cara nos hizo la prueba más larga, sobraron cuatro segundos», recuerdan.
Este inesperado éxito no les garantizaba su presencia en los Juegos, porque otro dúo español de K-2, el formado por Javier Hernanz y Diego Cosgaya, también se había proclamado subcampeón de Europa, en K-2 1000 metros. La Federación tenía que optar por una sola pareja. La decisión no iba a ser del todo justa porque iba a dejar sin plaza a dos deportistas que se lo merecían y además tenían opciones de medalla. Fueron varias semanas de incertidumbre, en las que lo pasaron muy mal: «Era difícil entrenar sin saber si ibas a ir o no, era complicado motivarte y cumplir el plan previsto. Además, la decisión final fue posponiéndose», confiesan. Cada día tenían que buscar una motivación para seguir adelante. Finalmente, el comité técnico de la Federación les eligió. Iniciaron entonces una preparación aún más específica y exhaustiva, primero en el Centro de Alto Rendimiento de Trasona (Asturias) y luego en Sevilla. Sus mandos de la policía les concedieron un régimen especial de comisión de servicio, alternando periodos de trabajo y periodos libres, a fin de realizar la preparación olímpica con las máximas facilidades. Durante tres meses trabajaron a tope: «Por la mañana, doble sesión de entrenamiento; salíamos con ropa térmica para adaptarnos a la humedad y al calor que íbamos a tener en China; perfeccionamos la forma de mantener la posición, en caso de ir en cabeza; practicamos los esprints. Por la tarde, teníamos gimnasio y sesiones de fuerza con pesas y frenadas en el agua». Al finalizar algunas de esas extenuantes sesiones, Saúl solía sufrir vómitos: «Cuando se incrementaba la producción de lactato empezaban las náuseas y luego los vómitos; Miguel sabía que si no vomitaba en un entrenamiento es que no había ido al cien por cien». Tan importante como la preparación física fue la psicológica: «Nos planteamos que cada mes teníamos que superar algún reto. A base de coger el hábito de afrontar retos o problemas y superarlos, y ver realmente que se podía, cambiamos la mentalidad a la hora de afrontar una competición complicada».
(Foto: http://www.masmar.net)
Tras varios meses de intenso entrenamiento, partieron hacia Pekín. Asistieron al encendido de la llama olímpica, pero no vivieron el ambiente olímpico porque se alojaban en un hotel junto a la pista de Shunyi, a ochenta kilómetros de la capital. «A pesar del cambio de temperatura, la aclimatación fue buena, rápida, aunque yo tenía problemas para conciliar el sueño», dice Saúl. «En un centro comercial compramos unas bicicletas plegables para ir a la pista, y cada día recorríamos un par de kilómetros que nos servía como precalentamiento», añade Perucho. En Shunyi pasaron diez días.
La competición olímpica fue su segunda prueba internacional juntos. En la clasificación, disputada el 19 de agosto, quedan segundos. Estaban en la final, aunque, en función de resultados y palmarés, los especialistas internacionales pensaban que los españoles podían estar entre los cinco primeros, con posibilidad de luchar por el bronce frente a húngaros y bielorrusos. No había otro favorito para el título olímpico que el dúo alemán. Rauhe y Wieskötter llevaban siete años sin perder una carrera, y entre ambos sumaban dieciocho títulos mundiales. En Sydney habían sido bronce, y en Atenas, oro. Incluso el detalle de los números adjudicados a cada embarcación en función de los tiempos hacía pensar que la historia iba a repetirse: España iba a competir en la final con el número 6, y el dúo alemán, con el 5, los mismos del último enfrentamiento, el Europeo de Milán. Aun así, días antes de la final, en el hotel donde se hospedaban, Perucho lanzó a familiares y amigos una bravata: «Vamos a ganar». Naturalmente, nadie le desdijo. No era cuestión de bajarle los ánimos y recordarle en ese momento de euforia que las medallas estaban muy caras y que la pareja alemana era casi invencible. No había que hacerse ilusiones.
Como las pruebas internacionales anteriores, la final se planteó como un “todos contra los alemanes”, que explican así los palistas y su entrenador: «Los estudiamos mucho, su forma de palear y de distribuir esfuerzo. La única manera de asegurar la plata o el bronce y ganar, si se daba esa posibilidad, era alargar la primera parte buena lo más posible. Y además, no perder velocidad e inercia a causa de la fatiga en los últimos cien metros. Técnicamente teníamos que lograr que el descenso de velocidad fuese lo más lento posible, lo más gradual posible. Y se podía conseguir, si lográbamos estar cerca de los alemanes, mejor. Para eso, sólo había un secreto: repetir y repetir series, una y otra vez, simular el estado final de la prueba, series para grabar la técnica e insistir en que más que ese gesto, que lo sintiesen. En definitiva, sufrir».
El 23 de agosto fue un día muy largo. «Nos levantamos a la hora de todos los días, pero el estómago estaba más cerrado de lo normal. Fuimos al agua e hicimos un entrenamiento en K-1. El cuerpo ha de estar activo, alivias parte de los nervios de la habitación, y el objetivo es comprobar las sensaciones individuales”, evoca Saúl. Perucho añade: «Comimos temprano e hicimos la siesta en una habitación de la propia pista, encima de los hangares de las piraguas; con ese nivel de tensión, el cuerpo se relaja, y casi se nos echa la hora encima». Cuando las parejas toman posiciones en la línea de salida, el bronce parece un objetivo sensato. Los alemanes serían oro, y muy probablemente los húngaros serían plata. Les iba a tocar pelear por el tercer escalón del podio. Tienen, a priori, poco que perder, y mucho que ganar. Pero, en la hora decisiva, darán lo mejor de sí mismos. Demostrarán que forman un tándem perfecto. Los pronósticos saltarán por los aires por un inesperado golpe de efecto. Una hazaña, dicho de otro modo.
A poco de sonar la sirena de salida, el barco español impone un ritmo frenético. Han comenzado a cumplir a rajatabla las órdenes de Miguel García, que ha diseñado una estrategia agresiva para sorprender a los alemanes. Su valiente apuesta les coloca muy por delante: «Habíamos acordado salir a ganar, a tope; no queríamos que nos quedara dentro la sensación de que no lo habíamos dado todo», evoca Perucho, y Saúl explica: «Contamos mentalmente cuarenta paladas, que equivalen a 155 de frecuencia por minuto; seguimos contando de cuarenta en cuarenta para lograr un ritmo intermedio de 120 paladas; bueno, cuento yo, Carlos deja de contar; es la táctica, el cálculo, palada por palada».
Antes de rebasar los primeros cien metros, la ventaja que han logrado es de casi una piragua. A mitad de carrera, al paso de los doscientos cincuenta metros, la diferencia con sus perseguidores es espectacular: 97 centésimas sobre la embarcación francesa, 1,05 segundos sobre los húngaros, y 1,14 sobre los alemanes. Casi un barco de ventaja. Sin embargo, es una ventaja engañosa. Han visto muchas veces cómo los alemanes han cedido incluso más margen y en la segunda parte del recorrido han sido capaces de recuperar metros e imponerse en meta. Por un carril paralelo a la pista, Miguel García acompaña en bicicleta el avance de las piraguas. Otros entrenadores que van con él piensan que la salida ha sido arriesgada; que muchos piragüistas suelen acabar pagando el esfuerzo excesivo del primer tramo; que España va a “pinchar” por salir tan rápido. Miguel confía y calla.
El reto de la pareja española es aguantar el brutal ritmo de paladas de los alemanes en una situación de carrera similar a la del Europeo. ¿Habrían aprendido la lección o volvería a ocurrirles lo mismo? La respuesta tarda poco en llegar. «La clave del éxito está entre los 250 y los 400 metros; los alemanes cambian de ritmo pero tardan en cogernos, y les aguantamos su siguiente cambio; eso no lo esperaban». Miguel García también tiene claro que fue en ese momento cuando se aseguraron la medalla y se fraguó la victoria. Porque Perucho y Saúl tenían la regata automatizada al máximo. Tenían claro que no iba a repetirse el desenlace de Milán. Mantienen el ritmo y aguantan el empuje final de los alemanes: «A 150 metros de meta, cuando la frecuencia es de 110 paladas más o menos, dejas de contar y tiras a muerte», continúa Saúl. Se dejan la piel sobre la piragua, defendiendo el liderato. Es un extenuante duelo, un sprint hasta la línea de meta. Si la prueba hubiese durado unos metros más, quizá se habría esfumado el título. Pero la meta estaba donde estaba; 500 metros no son 504 metros, y los españoles miden muy bien sus fuerzas para dar la última palada en el sitio exacto. «Los últimos metros se me hicieron eternos», dice Saúl recordando aquellos emocionantes segundos. «Los veíamos por el rabillo del ojo, pero en ese momento no puedes moverte porque vas justo de fuerzas y cualquier movimiento, incluso una mirada, puede desequilibrarte, puede hacerte perder apoyo y echar todo por la borda», añade Perucho.
Los dos barcos entran prácticamente juntos. «Tan cerrada fue la llegada, que enseguida nos pusimos a celebrar la medalla de plata. Fui yo quien dije que habíamos quedado plata», reconoce Perucho; «sólo cuando vimos en el marcador electrónico que habíamos entrado primeros nos lo creímos de verdad». Habían ganado por sólo nueve centésimas. Menos de un suspiro en la vida cotidiana, pero suficiente en una final olímpica para separar el oro de la plata. Habían hecho una carrera perfecta. A lo campeón, y de principio a fin. Los alemanes no eran invencibles. Su agónica victoria acababa con veinticuatro años de sequía olímpica en piragüismo, desde las medallas de bronce de Narciso Suárez y Enrique Míguez en C-2 500 en Los Ángeles. Veintiocho años habían pasado desde las medallas de plata de Herminio Menéndez y Guillermo del Riego en K-2 500, y de bronce para el propio Menéndez y Luis Gregorio Ramos Misioné en K-2 1000 en Moscú.
La euforia se desata entonces como sólo ocurre cuando los grandes triunfos llegan sin que nadie los espere, como un regalo caído del cielo. Las proximidades del embarcadero y de la zona mixta del canal se llenan de españoles que se abrazan y lloran de emoción. Miguel García ha dejado tirada la bicicleta en la orilla contraria y ha salido corriendo. Sara y Adriana, las novias de los vencedores, saltan de alegría, como los padres de Saúl y las autoridades deportivas españolas. La alegría española es compartida por otras delegaciones. Los bielorrusos les felicitan efusivamente. Se alegran de la victoria porque ellos siempre habían sido derrotados por los alemanes. Todo el mundo exterioriza su felicidad, salvo Saúl. El lactato le ha hecho vomitar. Es la prueba de que ha puesto su cuerpo al límite. Que se ha vaciado.
Después, todo transcurre muy rápido: «Tienes que olvidarte de todo, atender a las autoridades, Iñaki Urdangarín que te pasa el móvil para que hables con el Rey, el control antidopaje, las entrevistas, la televisión; va tan rápido, que nos pusimos un chándal para recibir las medallas, pero llevábamos debajo la ropa de la final; escuchar el himno fue el no va más, inolvidable; y después, tal cual, al set de Televisión Española». Se agolpan en su relato las situaciones cómicas, que siempre acompañan una experiencia feliz como la suya: «Los primeros días, llevábamos la medalla guardada en el bolsillo, no por miedo a que nos la robaran; era porque si los chinos te veían con una medalla empezaban a hacerse fotos contigo y no terminaban, era la locura». Y como remate, la aventura de la visita a la gran muralla. «Nos quedamos un par de días más. No podíamos irnos de China sin ver la muralla, así que un día hicimos la típica excursión al punto más cercano a Pekín. Fue después de la final de baloncesto entre España y Estados Unidos. Llegamos a las seis y cinco, y todavía dejaban entrar al recinto, pero el funicular ya no funcionaba, así que tuvimos que subir cinco mil escalones andando. Se nos hizo de noche. En las fotos, salimos con la ropa sudada. Casi sufrimos más allí que en la final. No, es broma».
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Después de los emotivos recibimientos que les fueron dispensados -un cartel con un gigantesco “Noraboa” recibió a Perucho en Cangas-, cumplieron con la promesa que habían hecho si quedaban campeones: hacer el Camino de Santiago. Con algunos familiares y miembros del equipo recorrieron en bicicleta el tramo entre Ponferrada y Santiago. Además de las medallas, tienen guardado el maillot con el dorsal, las gafas, e incluso los asientos y los reposapies, ajustados a su anatomía. Sin embargo, la piragua se quedó en China y no volvieron a saber nada de ella.
Sus máximas para la competición son las mismas que para la vida: Querer es poder. Hay que luchar. Nada es imposible.