José Manuel Moreno, primera medalla de oro en Barcelona'92
José Manuel Moreno Periñán logró la primera medalla de oro para España en Barcelona'92. Así evocó el ex-ciclista gaditano aquel inolvidable momento en el libro "Españoles de oro".
“Más cornás da el hambre”. Esta frase pronunciada por Manuel García Cuesta 'El Espartero' es mucho más que un pensamiento taurino. Es toda una filosofía, y encaja bien con la vida de José Manuel Moreno Periñán (Amsterdam, 7 de mayo de 1969). Y no solo eso. Su anatomía se parece bastante a la de un matador de toros, aunque en lugar de cicatrices por cornadas presenta contusiones, huesos recompuestos y quemaduras sobre quemaduras anteriores, que cubren prácticamente toda su geografía corporal: «Mejor que buscar las heridas, buscar las zonas del cuerpo donde no las tengo». En 1992, con veintitrés años, tocó la gloria, como la tocan los toreros en el ruedo. '¡Torero!' le gritaron desde las gradas, cuando ganó la medalla de oro en ciclismo en pista en los Juegos de Barcelona.
Como los profesionales de la muleta y el estoque, que se ganan la vida de plaza en plaza con sus trastos a cuestas, la vida de José había transcurrido hasta entonces pegada a la bicicleta, el sustento de este hombre cuya infancia transcurrió en un ambiente holandés -porque sus padres trabajaban todo el día y apenas tenían tiempo para atenderle- y que hasta los ocho años habló neerlandés prácticamente como única lengua. Hace tiempo que se le olvidó. Moreno se siente andaluz, gaditano y, ante todo, chiclanero. Allí, en Chiclana de la Frontera, a su abuelo y a su padre les conocían como Ratón, y a José Manuel le tocó cargar con este apodo que nunca le molestó, pero tampoco le gustó del todo. Si le agradaba es porque le unía a su padre. Manuel Moreno le regaló una bicicleta por aprobar curso y le inició en el sacrificado mundo del ciclismo junto a Pepe Alba, el preparador que vio muy pronto que el hijo del Ratón tenía cualidades. Alba pensó que podía convertir a aquel diamante en bruto que acudía a la Peña Ciclista en un campeón olímpico.
Aunque había practicado deportes como el atletismo, el boxeo y el kárate, optó por la bicicleta a los catorce años. Ganó su primera carrera estando en categoría cadete. Empezaba a despuntar, aunque no era fácil, porque en Chiclana siempre hubo mucha afición. Fue curtiéndose rodando por las carreteras de Cádiz, empujado siempre por su padre: «Si gritaba mi nombre, yo apretaba». Aquellos años le ayudaron a crecer en sensatez, serenidad y disciplina. Por su constitución física, era bueno en los esprints pero se le atragantaban las cuestas. La selección natural de la carretera comenzó a indicarle su futuro.
En 1985, decidió dejar el ciclismo por una lesión en la pierna izquierda causada por las numerosas caídas sufridas. Una visita a Chiclana de Pedro Ramis, secretario técnico de la comisión de pista de la Federación, fue clave para su futuro. Le invitó a realizar varias series en el velódromo local, y al final del test le dijo que estaba en los mismos tiempos de los ciclistas preseleccionados para Seúl, y que tenía posibilidades de ir a Mallorca, donde estaba concentrado el equipo nacional. Se incorporó a la concentración y comenzó a dedicarse a la pista: «Fue la solución a mi abatimiento por tanta mala suerte; llegué incluso a pensar en dejar ese oficio que no me reportaba más que dolores».
Quedó segundo en el kilómetro contrarreloj en el Europeo de San Sebastián, a pocas semanas de los Juegos, donde, sin embargo, corrió los 200 metros por decisión técnica: «Salté al velódromo y me quedé de piedra viendo a la gente, la expectación mundial, las cámaras de televisión; casi sin enterarme, salí a competir; el lanzamiento de la carrera no fue bueno». Fue su primera gran salida al extranjero. A pesar de su inexperiencia, terminó octavo. En el kilómetro ganó Alexander Kirichenko, a quien Moreno había batido en San Sebastián.
Desde entonces, comenzó a ser tenido en cuenta. Se confiaba en sus posibilidades y se le concedió una beca, aunque en España no había grandes especialistas en pista. Por eso se decidió en 1990 la contratación del entrenador Alexander Nizhegorodtsev para relevar a Guido Costa en la selección. Un apellido tan largo y tan complicado, que aquel hombre metódico comenzó a ser conocido como El ruso. Era un científico de la bicicleta, que confirmaba la leyenda de los técnicos soviéticos. Un hombre capaz de encarrilar a un deportista como Moreno, necesitado de estímulos constantes para mejorar su rendimiento y no venirse abajo: «Confiaba ciegamente en él; creo que fue el mejor de los entrenadores posibles».
Con Nizhegorodtsev desarrolló durante veinte meses una dura y exigente preparación. Cada día, a las siete de la mañana, ya estaba pedaleando en el rodillo; después del desayuno, realizaba series consecutivas hasta la una; por la tarde, después de la siesta, hacían trabajo más específico, sauna e hidromasaje: «La disciplina fue tal, que en una ocasión en que tuve dos días de permiso para volver ir a casa desde Mallorca, donde estábamos concentrados, Alexander me obligó a llevar la bici para entrenar». Fue fundamental que entrenase donde vivía. El velódromo de Chiclana, con características a su medida, fue su segunda casa. Rodó también por las soleadas carreteras de la Costa de la Luz. A sus veintidós años, con 78 kilos y 1’80 metros de estatura, comenzó a convertirse en una máquina programada para alcanzar un objetivo. Y para eso, no había descanso posible. Probaron manillares, cascos, maillots... Utilizaba prácticamente un culotte diario, que llevaba puesto a todas horas: «No tenía tiempo ni de meterlo en la lavadora y que estuviera listo al día siguiente». Recorrió sesenta mil kilómetros. Sesenta mil veces la distancia de un kilómetro. En sus inseparables walkman solía sonar la música de Camarón de la Isla. Siempre las mismas cintas. Las mismas canciones. Una y otra vez.
Con Nizhegorodtsev ganó todas las pruebas que disputó desde enero de 1991 hasta los Juegos de Barcelona, incluidos los Juegos Mediterráneos y el Mundial de Stuttgart. Un Mundial especialmente difícil porque dio positivo en un control: «Fue un control por sorpresa, aunque se demostró que las muestras estaban manipuladas». La preparación estaba dando frutos. Aunque ganarlo todo era el objetivo, también estudiaron si era positivo obtener resultados brillantes en las competiciones previas a los Juegos, porque significaba que Moreno iba a ser visto como favorito y rival a batir. Quizá por eso quedó quinto en la Copa del Mundo disputada en Francia en 1992. Su superioridad sobre el papel sugería un mejor resultado. Probablemente no se esforzó al cien por cien, para no dar pistas sobre su rendimiento real.
Para entonces, Moreno se comportaba como un robot sobre la bicicleta. Sabía exactamente qué hacer en cada metro, de los mil que componían el trazado de su especialidad. Había sido “programado” por su entrenador para lograr el máximo rendimiento en cada segundo de la contrarreloj. Su misión en el velódromo de L’Horta sería repetir de manera mecánica el plan interiorizado durante meses de ensayos. Únicamente podía haber problemas si se producía un contratiempo, algo inesperado. Y hubo varios: «En Grecia, unos ladrones me robaron mi bicicleta de entrenamiento en carretera, lo que interrumpió varios días la preparación final, y veinte días antes de los Juegos, un coche me golpeó, aunque por fortuna las consecuencias no fueron graves: tan solo me quedé unos días dolorido».
El entrenamiento intensivo durante mil cuatrocientos sesenta y dos días y un accidente sufrido cuando entrenaba bajo la lluvia en Barcelona, le provocaron dos hernias inguinales y sendas tendinitis en el talón de Aquiles y en una rodilla. No llegó a los Juegos en condiciones físicas idóneas, y esa incomodidad se unía a su preocupación al comprobar que, a pesar de su estrategia de pasar inadvertido, había sido incluido entre los favoritos. Era lógico. Además de sus excelentes registros previos, competía en casa. Aunque trató de aislarse en la Villa Olímpica, fue uno de los deportistas más requeridos por los medios en los días previos. Era el primer español con posibilidades de medalla que salía a competir, y un buen comienzo podía ser muy alentador para la delegación española. Ratón lo sabía, y su responsabilidad era grande. Su fuerza de voluntad y la confianza en sus posibilidades serán determinantes para conseguir el oro.
El día de la ceremonia inaugural, mientras el resto de deportistas disfruta con el espectáculo de Els Comediants, Alexander y José se pelean con los responsables del velódromo de L’Horta. El ruso estaba empeñado en que le abriesen la instalación para realizar una última prueba: «Era un test decisivo en la víspera de la carrera; teníamos que entrenar allí como fuese». A pesar de la negativa inicial, lograron su propósito, y comprobaron en ese ensayo que las posibilidades de lograr el oro eran del cien por cien. La máquina humana en que se había convertido Moreno no iba a “averiarse” en veinticuatro horas. El ruso se quedó satisfecho, pero guardó silencio.
El 27 de julio de 1992, España deposita sus primeras ilusiones olímpicas en Moreno. Chiclana se paraliza. Su padre está seguro de que su hijo no va a fallar. Por televisión le ve tratando de concentrarse para superar la presión ambiental: «Se habló de que yo había llegado unos minutos antes de la prueba a bordo de un helicóptero, y lo que sucedió fue que estuve calentando en el rodillo cuatro horas en un box del velódromo, concentrado con los walkman. La casualidad hizo que aterrizase un helicóptero en una pista próxima, y que después yo saliera del box». Bajo el maillot se ha puesto la camiseta usada con la que lleva catorce años compitiendo... y una imagen de Jesús Nazareno. Es tan creyente como supersticioso: «El casco es para la cabeza, y no se podía poner en el suelo; si se posaba en el suelo, me caía seguro, y entonces pedía otro; siempre que lo han puesto en el suelo me he caído». Aquel día, no se separó de su casco. Prácticamente nadie lo tocó.
Mil cuatrocientos sesenta y dos días de trabajo se jugaban en apenas sesenta y tres segundos, pero aquel kilómetro será el más largo de su vida. La tensión se incrementa a causa de un retraso horario que aumenta la humedad y empeora las condiciones de la pista. Cuando llega su turno, no conoce los tiempos de los rivales. “Tu único rival eres tú mismo”, le dice El ruso, quien le recuerda que solo será campeón si hace todo bien. Si hace bien exactamente lo que han planificado para cada metro del recorrido. No debe alcanzar su velocidad máxima al final, sino en el primer tercio de la prueba, y luego mantenerla para evitar un desfallecimiento en los últimos metros. En la primera vuelta, logra el sexto mejor tiempo, por detrás de sus rivales directos, el australiano Shane Kelly y el estadounidense Erin Hartwell. Al paso por los 500 metros ya presenta el mejor registro. ¿Qué ocurrió en esos doscientos cincuenta metros?: «Control y administración de fuerzas», responde. Al paso de los 750 metros, sigue marcando el mejor tiempo. Con el público en pie, completa el kilómetro y se alza con el oro. ¿Qué pasó por su mente en aquel glorioso minuto inclinado sobre el manillar?: «Nada; solo en los últimos doscientos cincuenta metros oí algo el murmullo de la gente». Entra en meta a 50 km/h., aunque ha llegado a rodar a 68 km/h. La media de 56’834 km/h. pulveriza todos los registros. Comprueba que ha conquistado el oro cuando ve el marcador con el tiempo de 1:03.342, récord olímpico, y su puesto en la clasificación: primero.
Levanta el meñique de su mano derecha nada más rebasar la meta. En el velódromo resuena el grito de ¡Moreno torero!. Manuela, su madre, y Ana María, su hermana, que han seguido la prueba desde la grada, apenas pueden hablar. Tampoco sus cuarenta amigos de Chiclana, presentes en el velódromo. Moreno recorre varios metros ondeando una bandera española y una senyera que le han lanzado.
Su cuñado Juan Antonio le acerca una bandera andaluza. Su padre le sube a hombros y saborea también la gloria, después de tantos años gritando el nombre de su hijo por las carreteras de Andalucía: «Aquel fue el momento más emocionante de mi vida, y también de la vida de mi padre, le quité diez años de encima». En Chiclana, sus vecinos salen a la calle. Sacan pancartas y hacen sonar las bocinas de los coches. En la Peña Ciclista se festeja la victoria. También es uno de los días más felices para Pepe Alba. Muy emocionado, dice que un campeón no se hace únicamente pedaleando. También hay que tener gran calidad humana.
Moreno recuerda la ceremonia de clausura como uno de los momentos más felices de aquella experiencia única. Quizá el único momento en que pudo dar rienda suelta a su alegría. Una liberación, después de tantos años concentrado. Entre la fiesta por el oro logrado y los compromisos de televisión, el nuevo campeón olímpico apenas durmió cuatro horas. A la mañana siguiente, tuvo que madrugar para competir en otra prueba de velocidad, en la que no obtuvo un buen resultado.
En Chiclana recibió numerosos homenajes. Fue nombrado hijo predilecto y recibió la insignia de la ciudad. Todo en su vida empezó a ser distinto. Sin embargo, tras la euforia inicial llegó el vacío, las secuelas de sus numerosas caídas, el desconcierto. Durante muchos años le ponía nervioso escuchar de nuevo las canciones que martilleaban su cabeza en los walkman durante la exigente preparación con El ruso. Prosiguió su carrera deportiva como profesional de ruta unos años más, pero no repitió un éxito equiparable al de Barcelona. Siguió acumulando kilómetros en las piernas, horas y horas sobre el sillín que daban para mucho: para pensar en proyectos, en planes de futuro... La decepción sufrida al no ser seleccionado para los Juegos de Sydney precipitó su retirada.
Sus maillots de campeón del mundo y olímpico han estado colgadas de un cuadro en la ermita de la Virgen de Santa Ana, y en la actualidad están en su casa. Quiere recuperar su bicicleta, que ha recorrido España en exposiciones reclutando aficionados y admiradores al ciclismo.
Ha seguido vinculado al deporte a través de una empresa de gestión deportiva. Arrastra las secuelas físicas de la práctica del ciclismo, que convirtieron su cuerpo en un mapamundi de cicatrices: «No quiero que mis hijos sean ciclistas; es muy duro, sacrificado y peligroso», sentencia. Como siempre ha sido un sentimental, ha visto pocas veces en vídeo aquella inolvidable contrarreloj. Prefiere atesorar en su memoria y en su corazón humilde y campechano aquella noche en que corrió el kilómetro olímpico más rápido que nadie en el mundo.
(*Este texto formó parte del libro "Españoles de oro. Cien años de medallas olímpicas" (COE, 1998), escrito por Juan Manuel Gozalo y Fernando Olmeda, y revisado para el libro "Españoles de oro. Españoles que hicieron historia en un siglo de olimpismo en España" (COE, 2012), editado en el centenario del Comité Olímpico Español).