Orquesta sinfónica nacional del agua (2)
Fueron el Dream Team del waterpolo español. Conquistaron la plata en Barcelona'92 y el oro en Atlanta'96, en dos inolvidables finales. El capitán, Manel Estiarte, y el seleccionador, Joan Jané, contaron la historia de aquella generación irrepetible para el libro Españoles de oro.
Antes de viajar a Atlanta, se concentraron en Toronto, donde trabajaron duro, entrenando con Italia. Llegaron a la Villa Olímpica dos días antes del primer partido, contra Alemania. El equipo se tomó los primeros partidos con calma, con un solo objetivo: la clasificación. Jané explica: «Los profesionales tenemos que pensar con la cabeza y razonar; no sirve de nada jugar muy bien la primera fase, si luego, a la hora de la verdad, estás fatal. El gran momento es el partido de cuartos de final, donde te lo juegas todo. Si ganas, estás en la lucha por las medallas, y si pierdes te hundes en la mediocridad del quinto al octavo. Pero yo recuerdo, como si estuviera viéndolo ahora mismo, que en el partido de cuartos contra Estados Unidos, con diez mil gargantas gritando como locos por los suyos, creyendo que nos ganarían, jugamos un waterpolo genial en todos los sentidos. Un entrenador, en los descansos entre tiempo y tiempo, aprovecha para ordenar, corregir, cambiar, avisar, motivar. En el descanso entre la tercera y cuarta parte, que ganábamos 5-1, no sé ni lo que les dije. Había raza, casta, calidad, agonía defensiva, perfecta interpretación del tiempo de juego. Maravilloso. Estábamos mordiendo la yugular a los americanos. Aquello nos reafirmó en que, cuando estábamos bien, finos, con ganas y nos entregábamos, éramos imparables. Y en la semifinal con Hungría, que era la gran favorita para la medalla de oro, igual. Que lo cuente Manel».
Y Estiarte se lanza al agua. Vibrante, decidido, exprimiendo recuerdos y sensaciones: «Los húngaros se equivocaron. Pretendieron asustarnos. Vinieron desde su vestuario, antes del partido, a nuestro lado, cuando estábamos en la charla preparatoria, y empezaron a hablar en voz alta, pusieron una música que les gustaba y les ponía a tope. Cantaban una especie de himno, para hacer delante de nosotros una demostración de fuerza. Grave error. Eso nos motivó todavía más. Siempre he dicho que no hay que dar al enemigo acicates para ponerle en tensión, porque en esos partidos todos la llevamos puesta. Yo, por ejemplo, estoy convencido de que la derrota del Barcelona en aquella final de Atenas contra el Milán en la Copa de Europa, fue porque Cruyff empezó a provocar al Milán diciendo que era una final fácil, que tenía todo pensado, que si las bajas de los italianos iban a notarse mucho, etc. Mal. Nunca motives al contrario. Que se lo haga solo. Y allí salieron muchas cosas. Yo sé que aquél fue un partido que todavía se ve en vídeos por el mundo, para admirar el waterpolo en estado puro. Pero un partido de este nivel, con dos equipos grandes, potentes, jugando al máximo, se resuelve por detalles. Y hubo dos. Primero, Iván Moro. Debutante en los Juegos, cohibido, sin atreverse a hacer cosas por si nos lo comíamos crudo. Pero que, de la misma manera que le eché la bronca porque le vi relajado y sin interés, en aquella semifinal hizo una jugada decisiva. Se disputaba el cuarto periodo e íbamos empatados. No rompía nadie. Atacamos nosotros, los húngaros deciden dejar a Iván solo, porque saben que es jovencillo, inexperto y que se morirá de miedo. Se equivocan de nuevo. Coge el balón, duda, le convencemos a gritos de que es la única opción, y que dé con todo. Y en efecto, se levanta y crucifica al portero. Nos pusimos delante. Segundo y definitivo detalle: faltan veinte segundos, pelota en poder de Hungría, nosotros, abiertos, y a mí me toca marcar a un tío más fuerte físicamente. Yo, a sufrir. Le llega el balón. Estoy perdido, lucho, se me gira y ahí aparece Salva Gómez, que, después de aquella bronca que tuvimos antes de los Juegos, seguía siendo mi gran amigo. Aparece y soluciona. Yo no podía con aquel húngaro inmenso, veo llegar el gol y el desastre, y Salva deja a su hombre, viene a ayudarme, y le roba el balón. Ganamos. Plata asegurada, finalistas, la repera. Son detalles. Me quedé con él luego y le di las gracias cien veces. El equipo jugó genial, de acuerdo, pero los detalles deciden. He visto el vídeo muchas veces, y cuando queda poco tiempo, y vamos ganando, se ve a dos jugadores del banquillo húngaro que se levantan y se van detrás. No quieren jugar, no quieren arriesgarse, no son ganadores. Han perdido. Se esconden. Se vio quién quería ganar y quién estaba asustado. A mí me hace mucha gracia eso de que no sabíamos ganar finales. ¡Qué idiotez! Sabíamos ganar cuartos, semifinales, partidos clave, ¡pero la final, no! Absurdo. Una final es un virtuosismo, donde participan dos grandes equipos, y lo verdaderamente importante es llegar». Y llegamos, y vencimos a Croacia. Y se fueron todas las penas y se esfumaron dudas y fantasmas. Teníamos alma y condiciones de campeones, y lo fuimos.
El capitán es como un volcán, como un caballo desbocado. Gesticula, se levanta, vuelve a sentarse. El seleccionador toma el relevo: «Yo voy por ahí también. Cuando llegué en el 94 no hundí este barco, al contrario. A veces en el trabajo peco de exigente con los chicos, pero a los jóvenes hay que apretarles, inculcarles tensión, ambición, lucha. Les pincho, les molesto, incluso en los partidos amistosos. Quiero sacar de ellos lo mejor de sí mismos. Me acuerdo que cuando estuve en México en el 68, íbamos a tocar el tambor. Estábamos sólo para participar de la magia olímpica. Casi treinta años después, eres el seleccionador de tu deporte, el que amas; diriges un gran equipo y el destino te concede una medalla de oro olímpica. El gran sueño. Y no es por las compensaciones económicas, que las hay, porque el mundo ha cambiado. No. Sigue siendo la gloria olímpica. Toda tu vida has trabajado y soñado con esto».
Jané y Estiarte encarnan las sensaciones, el espíritu de todo el equipo. Habla ahora el capitán: «A veces, le decía que frenase un poquito. Se metía tanto en el trabajo, que no pensaba en algunas cosas que necesitábamos los jugadores. Pero si se le argumentaba y razonaba, atendía. Y es que la adrenalina sube. Esto que voy a contar lo supo Joan después del partido, porque si se lo digo antes le da un ataque. Dos días antes de aquel encuentro clave de cuartos con Estados Unidos, unos cuantos jugadores nos fuimos por ahí y estuvimos participando en un juego, mucho peor que el puenting. Se trataba de una horquilla gigante, que desde abajo te lanzaba al aire a cuarenta o cincuenta metros y luego caías en picado otra vez al fondo de la horquilla. Como una especie de tirador, pero a lo bestia. Cuando se lo conté a Joan, lo asumió. No era una terapia aconsejable. Pero nos dejó el cuerpo para cualquier batalla. Y las ganamos todas».
Saborean cada palabra, quieren contarlo todo, hacernos partícipes de su vivencia, convencernos de su fe. Todo lo que debían recibir lo recibieron, aunque cada uno vivió a su manera el momento cumbre del oro. Jané confiesa: «Lo viví más por dentro que por fuera. Vi que había sido capaz de materializar un sueño colectivo. Y me sentí inmensamente dichoso. A mi manera. Pensé y me alegré en y por mi gente, por mi familia, por los cuatro amigos que me apoyaron en las duras, en los momentos dolorosos. Recordé que en el 95, en plena disputa de la Copa del Mundo, también allí en Atlanta, me llamó mi madre para decirme que mi padre ha muerto. Aún se me pone la piel de gallina al pensarlo. Me quedé con el equipo y no fui al entierro de mi padre. No sé si hice bien o mal, pero dejé a mi familia sola en ese trance. Un año después, con aquella medalla en la mano, pensé en aquello y toqué el cielo. Yo solo, sin el equipo. Ni me atrevía a estar con ellos. El equipo, por un lado y el entrenador, por otro. Pero fue inmenso. Como español sentí el orgullo de culminar una tarea gigante. Porque aquí siempre tenemos la obsesión errónea de que lo mejor viene de fuera. Un complejo pueril. Y demostré que no, que podemos, que sabemos ganar. Hay países que tardan veinte o treinta años en conquistar medallas. Y el waterpolo español llevaba siete en siete años, de ellas, dos de oro. Eso hay que valorarlo».
Para Estiarte, la celebración de la medalla tuvo otra dimensión, distinta, única, abrumadora: «Hubo varios momentos. El primero fue la ceremonia, la medalla, el himno. Después tuve que quedarme allí para pasar el control de orina, mientras los compañeros se iban a la Villa. Estuve intentando hacer pis tres horas, con mi medallita colgada al cuello. No había manera, porque los americanos estaban encima, te miraban fijamente y a medio metro, y yo no podía. Volví solo a la Villa. Y luego vino la marcha. Toda la noche de juerga. Agarramos una tajada de campeones. Pero cuando llegué, a las seis de la mañana, y se me pasó un poco la borrachera, caí en la cuenta de que tenía que llamar a alguien para compartir mi gozo. Y llamé, desde el teléfono del Comité Olímpico Español -por cierto, que debí dejarles una buena cuenta-, a un compañero mío de colegio, que, cuando teníamos catorce años, soñábamos con ser olímpicos, pero yo en natación. Y llamé a mi primer entrenador de cuando empezaba en Manresa, José Claret. Y a mi primera novia. Yo tenía treinta y cuatro años, y quería saborear con ellos lo que sentía. Antes, ya había llamado a mis padres. Por cierto, cuando me preguntan sobre lo que se siente al recibir la medalla, hay quien me dice que el sentimiento es más grande cuando es individual, por un esfuerzo en solitario. Pero yo creo que no. Que no hay nada mejor que recibirla junto a tus amigos. Cuando dijeron: España, medalla de oro, y nos cogimos de la mano, subimos arriba, nos miramos, y luego Samaranch nos puso la medalla, y luego sonó el himno, fue grandísimo. Acaba con todo. Hay que vivirlo. No se puede explicar. Y luego entre el lío, los gritos, los abrazos, alguien me ofrece un teléfono y le digo que no es el momento. Y él me dice: es Su Majestad. Cogí el aparato, escuché al Rey y les iba diciendo a los chicos lo que me comentaba. Todos mirando, felices, gozando. Inenarrable».
Aquel equipo legendario fue campeón del mundo en 1998. Estiarte quería jugar de campeón con aquel equipo en unos Juegos; que le viesen, que le reconociesen, que valorasen su trayectoria; lo mismo que él hacía en los años ochenta cuando veía a los grandes monstruos en las villas olímpicas y se quedaba absorto. Llegó a Sydney, donde fue, además, abanderado en la ceremonia de inauguración. Fueron cuartos. Perdieron en semifinales con Rusia y con Yugoslavia en el partido por el bronce. Al año siguiente, España fue de nuevo campeona del mundo en Fukuoka, con Jané como técnico, pero sin Estiarte, que se retiró con un historial que marcó una época, una trayectoria larga y extraordinaria: «Cierro los ojos, repaso aquellos años y lo que alcanzamos, y pienso que nada podrá arrebatarme todo aquello. España seguirá luchando. Vendrán otros jugadores y estaremos entre los cinco o seis mejores del mundo, y sacarán medallas. Pero no exijamos nada. Ellos lo harán. El futuro es optimista». Tras su retirada, fue miembro del COI y después siguió ligado al deporte en el F.C. Barcelona. Sus compañeros han seguido trayectorias diferentes, y no todos siguen vinculados al deporte que les encumbró. Jesús Rollán falleció en 2006. Jané sigue viviendo apasionadamente el waterpolo. Su profesión. Su vida.
La música de aquellos gladiadores de la piscina ha de seguir viva. Su espíritu, entero. Su confianza, inacabable. España tiene mucho que admirar, respetar y agradecer a aquella gran orquesta sinfónica nacional del agua.
El equipo que ganó el oro en Atlanta: José María Abarca - Angel Andreo - Daniel Ballart - Manuel Estiarte - Pedro García - Salvador Gómez - Iván Moro - Miguel Oca - Jorge Paya - Sergi Pedrerol - Jesús Rollán - Jordi Sans - Carlos Sanz
(La primera parte, aquí)
(*Este capítulo fue escrito por Juan Manuel Gozalo, coautor de Españoles de oro)