jueves. 21.11.2024

No cabe un alfiler en la tribuna de prensa del estadio, pero la mayoría de los periodistas no ha venido esta noche a trabajar. Aunque corre Bolt, no es un evento de alta demanda -esos para los que hasta los periodistas necesitamos entrada-, y seguro que más de uno ha pensado: "Me tomo la noche libre. No me pierdo a Bolt". 

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He llegado pronto, casi tres horas antes, y he andado espabilado. Como la zona de "tabled seats" está repleta, me he situado en la zona de "non tabled seats", o sea, asientos normales -con wifi pero con el ordenador sobre las piernas- a la altura de la línea de meta. Veré perfectamente esa llegada que al día siguiente será portada en todos los periódicos del mundo.  En unos minutos los sitios libres vuelan.  Aquí todo va rápido.

Imagino al rayo jamaicano. Con sus cascos, con su descaro de ídolo universal, a su rollo, planificando la puesta en escena, este gesto para la semifinal, este otro para la final, este me lo reservo para cuando gane, esperaré a que el estadio y los fotógrafos me pidan que haga el arquero, antes no, forma parte de mi show.

Los marcadores electrónicos ofrecen una clase acelerada de samba. El cuestionario que cada día antecede a un partido o una prueba olímpica tiene que ver con la trayectoria de Bolt. Un grupo de espectadores brasileños lleva camisetas con su imagen. En marcadores auxiliares se ofrece la cuenta atrás para la final de los 100 metros en la que, nadie lo duda, todo el mundo espera ver a Bolt. La gente ha comprado las entradas con antelación para verle luchando contra sí mismo. Batiendo su propio récord. 

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Poco importa lo que ocurre en Engenhao antes de que Bolt lo acapare todo. La entrega de medallas del salto de longitud, las semifinales de los 400 metros femeninos, la clasificación de salto de altura masculino, la final de triple salto femenino... A mi lado, una asiática echa un sueñecito. Mejor ahora. Siguen llegando periodistas. Aquí ya no hay sitio, no sé dónde van a sentarse. Al menos, los voluntarios son amables, no como los de las canchas de tenis, estrictos y cabezotas como si fueran los dueños de la instalación.

Dan las nueve, hora prevista para la primera serie de la semifinal de los 100 metros. Se calienta la noche. A las nueve y seis, se presenta la segunda serie. Y aparece Bolt. Desde la calle 6, muestra su dorsal 2261 a la cámara. Los marcadores piden silencio. Retumba el helicóptero en el cielo carioca. Salida nula. El representante de Bahrein, eliminado. Ha perdido -acaso para siempre- la ocasión de su vida, correr contra Bolt aunque solo le viera la espalda. Se colocan de nuevo en los tacos. Aquí todo el mundo graba la carrera con teléfonos y cámaras de fotos y de video. Salida válida. Bolt gana. 9:86. Saluda modosito a cámara. Deja el espectáculo para el final de la gran final.

Se corre después la tercera serie. Gana el carapóquer Justin Gatlin, villano del circo del atletismo. Se entregan las medallas de los 100 metros femeninos. Se corren las semifinales de los 1.500 femeninos. El triple salto de la colomnbiana Caterine Ibargüen es de oro. Fiesta latina en el estadio, porque la plata es para una venezolana.

A las diez se disputa la final de los 400 metros masculinos. Por la calle ocho gana el sudafricano Wayde van Niekerk. Poco importa a la mayoría su récord del mundo (43.03). Para mí es el héroe de la noche. Ha pulverizado el récord del mítico Michael Johnson, de 1999. Un totem de la historia del olimpismo. 

Se entregan las medallas del heptatlón femenino. En los bares del estadio no hay descanso. Más cerveza, sandwiches, perritos calientes... Ya queda poco para Bolt. A las diez y veinte se anuncia la esperada final. La megafonía, a todo volumen. Salen a la carrera los finalistas. Empieza el show.

22:25 Suena el pistoletazo. El estadio ruge. Gatlin sale como una bomba, pero el estadio sabe que Bolt llegará primero, aunque tenga que hacer una remontada angustiosa en los últimos treinta metros. 9.81. El Bolt más lento es el más grande. Tercera medalla de oro consecutiva en los 100 metros, lo que nunca nadie había logrado. 

En los marcadores repiten la carrera. Ofrecen la liberadora sonrisa del campeón. Su pulgar golpeando en el pecho. Soy invencible. Inmortal.

Y después, la celebración. Quizá más comedida que otras veces. Aunque con un leve arqueo de ceja es capaz de poner patas arriba cualquier estadio del mundo. Y la triunfal vuelta al estadio, con la mascota Vinicius en el brazo. Todo ha salido como estaba previsto. Salvo su amigo Yohan Blake, que se ha quedado sin podio por una centésima.

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Los que no retransmitimos en directo o escribimos crónicas de urgencia sobre la última exhibición del insaciable jamaicano le dejamos disfrutando de su renovada gloria y salimos disparados hacia las escaleras, hacia el ascensor, hacia abajo. Cinco pisos a toda pastilla. En la calle nos esperan soldados armados hasta los dientes, pero ningún autobús. El tropel de periodistas y camarógrafos que sale apresurado del estadio tiene que esperar cola. Todavía hay que ir al Centro de Prensa para finalizar el trabajo y luego coger otro autobús camino del hotel. 

Una noche con Bolt