sábado. 20.04.2024
RECUERDOS DE ORO

La 'estocada' de Paquito (1)

Nadie ha igualado la gesta de Francisco Fernández-Ochoa en Sapporo'72. Porque ningún otro deportista español se ha proclamado campeón olímpico en unos Juegos de Invierno. Así lo contó el legendario esquiador para el libro Españoles de oro.

 

(*Este capítulo de Españoles de oro fue escrito por Juan Manuel Gozalo a partir de conversaciones con Francisco Fernández-Ochoa (ambos fallecidos). Se reproduce -con modificaciones- tal y como fue publicado entonces)

Sigue siendo el mismo personaje entrañable, buen conversador, jovial y alegre de siempre. A Francisco Fernández-Ochoa, el hombre que, en un siglo de olimpismo, ha logrado la única medalla de oro del esquí español, en las pistas japonesas de Sapporo en 1972, le sonríe todo. Esa medalla aún reluce majestuosa como el primer día. Su conquistador, Paquito para la eternidad, apunta recto al medio siglo de vida. Cercedilla, en la sierra de Madrid, fue su cuna; los hermanos Arias, sus primeros maestros; picardía y espontaneidad, sus recursos para abrirse camino, y una familia de ocho hermanos, seis chicos y dos chicas, su apoyo emocional permanente, generoso y fiel.

La saga de los Fernández-Ochoa -su hermana Blanca también fue medalla, bronce en Albertville’92- ha escrito paso a paso, día a día, la historia del esquí español. Hubo otros hombres y mujeres, pero los Fernández-Ochoa firmaron la carta de naturaleza de este deporte en España. Paquito, en el umbral del 2000, permanece fiel a su estilo. Claro, rotundo, descriptivo. Más años, más kilos, menos pelo, menos necesidades, pero todo lo demás permanece. A fuer de ser fiel, lo es incluso en esa faceta de los elegidos, por la que, cuando le dices que hable de “aquellos días de Sapporo”, levanta las manos, marca los terrenos y dice que eso hay que contarlo desde atrás, desde antes. Que para llegar a Sapporo hay que pasar más estaciones. Ante eso, inapelable, uno no puede hacer otra cosa que responderle: Adelante, Paquito, empieza por donde quieras... Y comienza así:

«Vamos casi treinta años atrás. En el 70, yo progresaba en el esquí, pero era el mayor de ocho hermanos. Mi padre, mi madre, mis abuelos, todos, currando, y yo, esquiando. Muy bonito, pero a la vez muy claro: o aquello servía para algo o lo dejaba. El presidente de la Federación, Ángel Baranda, y Juan Antonio Samaranch apoyaron mucho. El presupuesto federativo para toda la alta competición era de entre quince y dieciocho millones. Muy poco. Desde febrero hasta abril, ni un duro. Íbamos a carreras y comíamos como invitados. Éramos tres: Conchita Puig, Aurelio García y yo. Esperanzas olímpicas, muy pocas. Entonces fue cuando Samaranch y su mujer apostaron por nosotros, por lo menos hasta Sapporo. Pero pusimos dos condiciones indispensables: contar con un entrenador, y disponer de dinero suficiente para poder llegar hasta los Juegos en condiciones, si no iguales, porque eso era imposible, al menos equiparables a los demás. Estábamos hartos de viajar en los trenes, sentados horas y horas en aquellos bancos de madera, comiendo bocadillos y con la mochila al hombro. Hartos de pasarlas canutas durmiendo en las estaciones. Una vez tardamos tres días en llegar hasta Trento (Italia). Contrataron a Bernard Favre y empezamos un trabajo serio, un plan, de cara a Sapporo. Favre solo nos impidió hacer descenso. Decía que nos quitaba tiempo y que era correr demasiado riesgo. Que lo nuestro era el eslalon y que había que prepararlo a conciencia. Algún descenso hicimos a pesar de todo, pero era para mantener nuestro estado anímico, porque era divertido, bonito y emocionante. El eslalon era más mecánico, una ñoñez, una gymkana. El descenso era el toro del esquí. Aurelio García fue clave en aquellos tiempos. Servía para todo. Era hasta mecánico. Íbamos por toda Europa en un Seat 1500. Unos días antes de marcharnos a Japón tuvimos un accidente, nos quedamos medio dormidos y nos saltamos la mediana de la autovía Torino-Milán. ¡Dios mío!, pudimos matarnos y no nos hicimos ni un rasguño. Como si estuviéramos predestinados para Sapporo».

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Gesticula mucho y sonríe siempre. Para él, todo aquello fue una impresionante aventura que acabó con un premio de lujo. El mejor premio que puede alcanzar un deportista. Pero entonces no podía saberlo, casi ni soñarlo, y ahora, tantos años después, lo recuerda con pelos y detalles, no duda de lo que sentía, de cómo afrontaban los problemas y, al mismo tiempo, de cómo entendían la responsabilidad que habían contraído. Eran niños maduros, jugando en serio: 

«Ya digo que Aurelio era un todoterreno. Nunca estaba enfermo, ni cansado, ni le dolía nada. Siempre era el primero en tirarse y se pegaba unas hostias de lujo. Pero él seguía y seguía y tiraba de nosotros. Para entendernos: él tiraba del carro, y yo, al rebufo, mientras las fuerzas aguantaran. Bernard nos entendió muy bien. Nos daba cuartelillo. A veces tenía que darnos los planes por teléfono, y si nos veía tontitos, nos decía que nos quedásemos descansando. Nos preguntaba si la nieve estaba peligrosa. Si le decíamos que sí, sugería que no saliéramos, no fuéramos a caernos. Lo que quería decirnos es que, si no teníamos lo que había que tener, que nos marchásemos a casa. Pero tocaba en hierro. Aurelio y yo no nos echábamos para atrás ni a cañonazos. Después de lo que habíamos pasado. A Sapporo fuimos unos días antes. Nos vieron médicos italianos, franceses y españoles. La respuesta orgánica fue impresionante. Las pruebas de esfuerzo dieron un resultado extraordinario. Estábamos enteritos. La presión era para Conchita Puig, que era la mejor clasificada en puntos FIS, en gigante y en eslalon. Aurelio y yo íbamos bien, pero a ver qué pasaba. Ella no. Ella iba a ganar. Nombraron Delegado Nacional de Deportes a Juan Gich, en sustitución de Samaranch, y como no querían tirar el dinero, la delegación que fue a Sapporo estaba compuesta por el presidente de la Federación, Anselmo López, los dos entrenadores -Favre y Tissot, que era el de Conchita- y nosotros tres».

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Comenzamos a deslizarnos. Paquito se remueve en la silla y suelta una  carcajada al apuntarle que allí, en Japón, tan lejos y sin conocer idiomas, debieron pasarlo fatal. Pero ya está metido en faena. El Paquito del 2000, padre, relaciones públicas, industrial, narrador, se convierte de pronto en un chaval de veinte años, esquiador, sano como un roble, vital y dispuesto a correr la prueba de eslalon de los Juegos de Sapporo. Es momento de hacer lo mismo que en 1972 hizo Bernard Favre: “Darle cuartelillo”:

«Conchita llevaba la presión, pero yo ya había ganado cosas. Había hecho primeros y segundos puestos en copas de Europa, estaba en el primer grupo del Mundial, era cuarto en la lista FIS, y me gustaba la marcha del gigante y el descenso, aunque en esas disciplinas estábamos en el segundo grupo. En Japón me sentí como en el patio de mi casa. Jugábamos al fútbol con los franceses, y ligábamos con las chicas, sobre todo con las canadienses. Un día viene Favre y me dice: oye Paquito, ¿cuánto tiempo hace que no mojas? Porque, o vas tú o te llevo yo. Como sigas así, vas a llegar al día de la carrera agotado de tanto... cavilar. Me quedé tieso. Debió pensar que teníamos que desahogarnos. Y dicho y hecho. Arreglamos por allí un apañejo que teníamos, y fantástico».

Paquito dice que aquellos fueron los mejores Juegos de la historia:

«Era todo natural, espontáneo, joven. No había las medidas de seguridad de ahora. Los esquiadores éramos amigos, hablábamos, tomábamos café, hacíamos risas. De todo. Comíamos y cenábamos juntos. Las chicas vivían en otro edificio, pero sólo había un conserje, y entrábamos y salíamos como Pedro por su casa. Para marcharte, como afuera todo era una espesa capa de nieve, te tirabas por el balcón. Y veías las huellas que iban y venían. Era la mundial. En fin, que lo teníamos todo: tiempo, tranquilidad, trabajo, diversión. Todo. ¿Qué nos faltaba? Pues, sencillamente, competir». No hay quien resista la curiosidad de preguntarle por esas alegres entradas y salidas del hotel de las chicas. ¿A qué chicas se refiere? ¿Quizá a las trabajadoras de la estación invernal? ¿Acaso visitantes, turistas atraídas por los Juegos, amigas o novias de los esquiadores, o las clásicas caza-estrellas del esquí? ¿O eran las propias esquiadoras, las competidoras? Sin darle importancia, sin mover un músculo de la cara, lo aclara: «Las esquiadoras. Las de siempre. Aquello era feliz, normal. Natural. Pero no me mire con esa cara de pillo, que ya sé lo que está pensando» ¿Y Conchita Puig?: «No. Conchita había sido mi novia. En Sapporo ya se había enfriado, no teníamos tanta relación. Aquello se estropeó por lo de siempre, que si tus padres, que si los míos... En fin, lo dejamos. Luego se casó con su entrenador. Lo nuestro fue cosa de estar mucho juntos y de críos. Ella rompió. Luego quiso volver y entonces fui yo quien dijo que no. Cuando quisimos rectificar, era tarde. Fue poco antes de Sapporo».

(Continúa aquí)

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