Luis Doreste (Las Palmas, 7 de marzo de 1961) y Roberto Molina (Arrecife, 5 de junio de 1960) se conocían desde la infancia. Sus padres eran socios del Real Club Náutico de la capitan grancanaria, donde comenzaron a asistir a los cursillos de fin de semana de la escuela de vela, que solía navegar en la playa de Puerto Rico. Joaquín Blanco, tío de Luis y directivo canario de la vela, y Toni Arias, un viejo lobo de mar amigo de la familia, inculcaron la afición a los hermanos Doreste . El primer barco deMolina se llamó Jameo, en homenaje a uno de los monumentos naturales de la isla de Lanzarote, su tierra natal. No terminaba de gustarle, pero al final le cogió el gusto.
Siguieron caminos paralelos en su adolescencia y juventud. Doreste, que navegaba en clase Europe, recibió en 1979 una beca de la Federación Española de Vela para entrenar en Barcelona, donde además comenzó a cursar estudios de informática. Al año siguiente, el Consejo Superior de Deportes concedió beca a Molina, regatista de Europa y 420, y también se desplazó a la Ciudad Condal. En aquellos años coincidían en Palamós (Gerona) y llegaron incluso a competir por separado en el Mundial de Europa.
El encuentro entre ambos se produjo cuando el entonces presidente de la Federación, Miguel Company, comentó a Molina que Doreste estaba buscando tripulante para 470, ya que su hermano Noluco, con quien navegaba, iba a dedicarse a la clase Finn. Como Molina también buscaba un 470, sus intereses coincidieron. Desde ese momento, se olvidaron de todo lo demás. «Solo nos pagaban la manutención y el alojamiento en la Residencia Blume, y las familias pagaban el resto; teníamos dietas por salidas, de tal manera que todo campeonato era importante, porque, si bien dejabas de estudiar, al menos conseguías ahorrar algo de dinero», recuerda Molina, que atendía sus estudios de electrónica como buenamente podía. Se matriculó varias veces, pero perdía clases por los entrenamientos y no se presentó a muchos exámenes.
En septiembre de 1980, el dúo canario inició la aventura que les llevó hasta los Juegos de Los Ángeles. Fue un camino muy duro porque, para lograr la plaza, tuvieron que competir contra varias tripulaciones de gran nivel, entre las que se encontraban las formadas por Gustavo Doreste-Jorge Forteza y Rodrigo Andrade-Guillermo Alonso, que se dedicaban casi en exclusiva a la preparación olímpica, sin compaginarlo con otras actividades. «Nos lo tomamos con calma; el horizonte a largo plazo eran los Juegos, pero el objetivo del día a día era la regata siguiente, el entrenamiento siguiente; preparábamos todo con cariño y dedicación, porque pretendíamos adecuar nuestro barco a las condiciones de cada campeonato», recuerda Molina. En aquella época, entrenaban en el Club Náutico de El Masnou, en Barcelona, y en la Escuela de Vela de Palamós.
La selección para los Juegos se llevó a cabo un año antes. Se enfrentaban los mejores barcos y la Federación decidía. En Palamós se disputaron varias regatas, pero la situación era de mucha tensión, con protestas constantes, y finalmente la Federación decidió anular el campeonato. La Federación optó por Doreste-Molina, que habían sido campeones de España en 1982 y 1983 y habían participado en campeonatos internacionales y regatas clásicas, aunque no habían logrado un título europeo o mundial. Aunque no habían logrado un título europeo o mundial, habían participado en campeonatos internacionales y regatas clásicas con buenos resultados durante ese año.
El equipo español llegó a Estados Unidos con posibilidades de medalla: Antonio Gorostegui-José Luis Doreste en Star, Alejandro Abascal-Miguel Noguer en Flying Dutchman y Joaquín Blanco en Finn estaban en los pronósticos. Sin embargo, el rendimiento del 470 era una incógnita. En función de los resultados obtenidos -habían ganado la I Semana Internacional de Roma pocos días antes y habían sido terceros en Palma de Mallorca y segundos en la semana de Kiel- tenían esperanzas de subir al podio, aunque eso solo lo sabían las personas que les seguían de cerca. Pero no eran los favoritos para el oro. Tampoco conocían el campo de regatas, con el que comenzaron a familiarizarse solo un mes antes de los Juegos: «Se entrenaba cerca de Los Ángeles, frente a un desierto, y los vientos térmicos, cuando subía el sol, también subían; a la una, al comienzo de la regata, los vientos eran ligeros, pero se convertían en fuertes al final de la tarde; veíamos alguna posibilidad, pero estábamos nerviosos, nos hacía falta que el barco fuese más rápido, no éramos suficientemente veloces para ser realmente competitivos; por suerte, en los entrenamientos, con el equipo argentino como sparring, preparamos la navegación para unas determinadas condiciones de viento que luego realmente se dieron», recuerda Molina. A pesar de haber estado probando con varios barcos, como el fabricado en Madrid por Antonio Plaza y Antonio Navarro, corrían el riesgo de no entrar en la norma, por lo que finalmente fue descartado. Acudieron a Long Beach con un 470 KD que habían elegido en Holanda. Corrían el riesgo de no entrar en la norma, por lo que finalmente fue descartado. Solo pudieron prepararse siete días por problemas en la homologación del barco con el que finalmente compitieron.
La competición quedó desvirtuada por la ausencia de los regatistas de los países de la entonces Europa del Este, que devolvían así a Estados Unidos el boicot realizado a los Juegos de Moscú. El lógico ambiente favorable hacia los deportistas norteamericanos también llegó a la vela, deporte en que el equipo anfitrión contaba con tripulaciones de gran nivel. En 470, la formada por Steve Benjamin y Hans Christopher Steinfeld estaba entre las favoritas. Además, competían en casa, y eso podía pesar mucho en los jueces. Según Doreste, intentaron descalificar por todos los medios a los españoles: «Te juegas todo, la preparación de cuatro años, y tienes muchos nervios; los americanos protestaron, por ejemplo, por cosas como haber dejado la ropa en el barco de ayuda antes de comenzar la regata; eran mis primeros Juegos y estábamos entre las tripulaciones candidatas, íbamos a luchar a muerte por el oro; para mí, habría sido una decepción no haber logrado una medalla».Pero no fracasaron. Se combinaron la preparación mental, la intuición y el carácter metódico de Doreste con el talante tranquilo y estabilizador de Molina, quien, curiosamente, terminó poniéndose más nervioso que su compañero. Era una pareja muy compenetrada, sobre todo en las maniobras, que ejecutaban sin hablar: «No solo se entera el de al lado, es que además pierdes tiempo si te paras a conversar», explica Doreste, un regatista tenaz, nervioso, con la casta de los deportistas que no dan nada por perdido.
Se conocían muy bien. Habían pasado mucho tiempo juntos, semanas enteras conviviendo casi como un matrimonio en casas de la costa, alquiladas por la Federación. Por eso, tras el comienzo de los Juegos, y aprovechando la oportunidad que daba la organización -permanecer en Long Beach o alojarse en la Villa Olímpica de la Universidad del Sur de California-, decidieron separarse: «Era muy cómodo al principio, pero luego comenzó la presión del entorno de la vela», dice Molina; «por eso, yo decidí ir a la Villa, para poder compartir otras cosas con el resto de deportistas y así poder descargar la tensión; luego vino Luis». En las dos sedes de la Villa, a pesar de las medidas de seguridad antiterrorista, disfrutaron viendo a las grandes estrellas del deporte. Doreste nunca olvidará su encuentro con Carl Lewis, que vivía muy cerca de la delegación española. También le vio en acción en directo en la final de relevos, en la que el norteamericano consiguió uno de sus cuatro oros. También hicieron amistad, entre otros, con Luis Lasurtegui y Fernando Climent, que consiguieron la medalla de plata en remo.
A pesar de los atascos diarios de tráfico, el trayecto en autobús hasta Los Angeles Harbor and Marina les servía para relajarse e ir preparando la estrategia de competición. Contaban con el útil apoyo de Manuel Doreste, que era suplente: «Nos hizo trabajar mucho, nos apretó, y además asumió parte del papel del entrenador, José María Benavides, que no podía salir al agua por problemas de espalda», coinciden. Todo el equipo se volcó en el trabajo psicológico con Molina, quien, a pesar de su tranquilidad a bordo del 470, estaba especialmente nervioso.
En las dos primeras regatas, disputadas el 31 de julio y el 1 de agosto, navegan muy concentrados, con una buena velocidad, después de superar el estrés de las salidas: «Podías quedar fácilmente fuera de línea, pero si arrancabas tarde te quitaban el viento y era difícil recuperar», dice Doreste. «Las dos primeras fueron muy importantes, porque nos vimos las caras con los rivales y cogimos el liderato», recuerda Molina. En la primera quedan terceros y ganan la segunda. Irán en cabeza toda la competición. Sin embargo, nunca pensaron que estuviera todo hecho. En condiciones normales, tenían opción de medalla, pero no se dejaron deslumbrar por la posibilidad del oro. Con la ventaja de mandar en la clasificación, cambiaron su estrategia: «Decidimos no entrar en conflicto, no arriesgar en las salidas; sólo queríamos estar metidos con los que tenían posibilidades, estar siempre con los mejores», señala Molina.
En la tercera regata, ganada por Benjamin y Steinfeld, los españoles son quintos, después de sufrir el duro marcaje de los hermanos finlandeses Von Koskull, recientes campeones de Europa, que no querían que el dúo español se escapase en la clasificación; en la siguiente, entran segundos y los estadounidenses, cuartos. Los vientos flojos favorece a los españoles. Después de dos días sin competición, se disputa la quinta regata, que será la decisiva. Tras salvarse de un fuera de línea, que provoca la descalificación de varios barcos, entre ellos el norteamericano y el neozelandés, Doreste y Molina consiguen la victoria. Fue el momento más importante de la competición, ya que les ponía la medalla de oro en bandeja: «Hacer toda la regata sabiendo que varios barcos serían descalificados por salir antes de tiempo y pensar que podríamos ser uno de ellos, es el peor recuerdo que tengo de aquellos Juegos; pero cruzar la línea de meta y oír el pistoletazo de entrada es la mayor alegría que he tenido en mi vida de deportista», recuerda Doreste. A Molina le pesaba en aquel momento la responsabilidad de una manera especial. Estaba muy presionado y no quería defraudar, sobre todo a su padre, a quien telefoneaba frecuentemente: «Comentaba con él la situación, lo que me estaba jugando, y recuerdo que me decía que en la vida siempre tienes dos oportunidades de conseguir algo». Pero no esperaron a la segunda oportunidad. Aprovecharon la primera que tuvieron a mano.
En la sexta regata, disputada el 7 de agosto, salen a conservar: «Sabíamos que, si los americanos no ganaban, éramos oro llegando entre los nueve primeros; por eso estuvimos muy pendientes del comité de regatas, calculándolo todo y cuidando todos nuestros movimientos para no dar la impresión de un gesto indebido que propiciase una reclamación», explica Molina. Aun así, los jueces desestiman una protesta de Benjamin contra Doreste, que había pedido un chaleco de peso dentro del tiempo reglamentario. No arriesgan y el noveno puesto logrado les basta para lograr la medalla de oro. La consiguen en mar abierta, a unos veinte minutos de la costa. Cuando son conscientes de que, matemáticamente, son campeones olímpicos, Luis Doreste, veintitrés años, y Roberto Molina, veinticuatro, se quedan parados; no son capaces de exteriorizar su alegría: «Nos quedamos parados, sorprendidos, quizá por la tensión sufrida; fue Luis el primero que habló, y me felicitó». Doreste añade: «Pasé toda la regata haciendo cálculos del puesto que necesitábamos para conseguir el oro; no queríamos forzar el material ni meternos en una situación comprometida, por lo que perdimos varios puestos que en condiciones normales no habríamos perdido; al llegar a la meta todavía seguía haciendo cálculos, sin creerme que ya éramos campeones; por eso no exteriorizamos nuestra alegría en ese momento, la cabeza seguía trabajando».
Al pisar tierra firme, la tripulación española es, al fin, consciente de que acaban de lograr un histórico triunfo. En el muelle les reciben Manuel Doreste y José María Benavides. «Fueron fundamentales para conseguir la medalla; llegaron antes que nosotros, se preocupaban por el barco, por tenerlo a punto, preparado cada día», afirman. Pasados los años, quieren seguir compartiendo el oro olímpico con el equipo. La primera persona con quien habla Molina es con su padre, a través de la sintonía de la Cadena SER. La felicitación del Rey les llega inmediatamente después de conseguir su triunfo, poco antes de que meterse en la ducha. Horas después, en plena euforia, la pareja triunfadora le envía un espontáneo mensaje de agradecimiento. “Majestad, aquí tiene la medalla”, le dicen también a través de la radio.
No necesitaron salir en la última regata. Habían sido, contra pronóstico, los mejores regatistas españoles (Joaquín Blanco fue cuarto en Finn, Gorostegui y Doreste, séptimos en Star, y Abascal y Noguer, undécimos en Flying Dutchman) y habían batido en su propio terreno a Benjamin y Steinfeld, que fueron medalla de plata, una más en el extraordinario palmarés del equipo anfitrión, que arrasó en vela. Los franceses Luc Pillot y Thierry Peponnet lograron el bronce. La ceremonia de entrega no se transmitió en directo. Su hazaña se vivió en España de lejos, por la diferencia horaria. Eran otros tiempos.
La celebración se prolongó en los días posteriores; compartieron la felicidad del oro con otros deportistas que lograron grandes hitos para el deporte español, como la medalla de plata que logró la selección de baloncesto. Molina vio aquella final -que el equipo de Antonio Díaz-Miguel perdió por 96-65 frente al equipo liderado por Michael Jordan- gracias a una entrada que le facilitó Juan Antonio Samaranch, cuando parecía imposible asistir porque todas las entradas estaban vendidas desde hacía un año: «Samaranch me prometió la entrada mientras me imponía la medalla; al día siguiente tuve que ir a su despacho a recoger la invitación; vi el partido con Lasurtegui y Climent detrás de una canasta, prácticamente sentados en el suelo». Ningún espectador reparó en que allí había un campeón olímpico. Doreste no asistió, aunque recuerda haber compartido de manera especial su alegría con el atleta José Manuel Abascal, bronce en 1.500 metros y compañero de la Blume.
Lograron el campeonato de Europa de 1985 y navegaron juntos hasta 1986. Doreste tuvo que incorporarse al servicio militar y además ambos tenían que terminar sus respectivas carreras, por lo que el ritmo de los entrenamientos disminuyó. Luego sus trayectorias deportivas se separaron. Pero les unió para siempre tanto la consecución de la medalla como la calurosa bienvenida que les fue dispensada. Al pie de la escalerilla del avión que les trajo a Madrid, Miguel Company, presidente de la Federación, les recibió casi como si se tratara de Jefes de Estado.
El recibimiento en su tierra fue aún más emotivo: «El aeropuerto estaba a rebosar, luego fuimos a Las Palmas en un descapotable flanqueado por una caravana de coches, hubo una recepción, y luego, en un abarrotado Club Náutico, volvimos a ver a gente que hacía años que no veíamos», dice Molina, cuyos ojos adoptan un aspecto acuoso; «todo lo que pueda contar es poco, y entonces me di cuenta de lo importante que era lo que habíamos logrado; me da mucha nostalgia, me emociona recordarlo ahora». También les brotaron las lágrimas en el homenaje que les brindaron sus paisanos en el club que les vio nacer como deportistas. Molina dijo sentirse muy orgulloso de ser canario y rompió a llorar. En la playa de Las Canteras, se organizó una gran fiesta. Al final, remontaron el cielo estrellado de la isla cohetes que dejaron en el suelo sus nombres, iluminados con fuego. Luis Doreste y Roberto Molina. Canarios de oro.