Miriam Blasco Soto (Valladolid, 12 de diciembre de 1963) había encontrado en Alicante un agradable lugar para vivir. Allí practicaba el judo, estudiaba magisterio e impartía clases. Con menos de veinte años ya era una mujer de carácter decidido, aunque había comenzado tarde en la alta competición: «Pensando en que se suele permanecer unos diez años en la élite, no tenía mucho tiempo por delante». El judo masculino era deporte olímpico desde Tokio'64, pero no el femenino. Tras estudiar a fondo los Juegos de Seúl'88, en cuyo programa se habían incluido combates de demostración, el judoka Sergio Cardell -que había sido campeón de España y tercero de Europa- propuso a Miriam prepararse para Barcelona, donde el judo femenino iba a estrenarse como disciplina olímpica: «Sergio me dijo que podía tener posibilidades de medalla, pero que tenía que cumplir una serie de objetivos, que él escribió en un cuaderno que siempre llevaba consigo; yo era muy positiva, así que me fijé el objetivo a largo plazo; en medio, lograba títulos que eran regalos que iban haciéndome feliz».
Su calidad como competidora comenzó pronto a dar su fruto. Quedó campeona de España y subcampeona de Europa en 1988, y fue bronce en el Mundial de 1989. En aquel momento comenzó a creer que podía ser verdad lo que le decía su entrenador, de treinta y siete años, que llevaba once enseñándole los secretos del judo: «Era un hombre de carácter fuerte, muy directo en su manera de decir las cosas». Como para Barcelona no hacía falta lograr mínima -dado que el país anfitrión tiene clasificada de antemano a una judoka por peso-, se planificó con mucha antelación en torno a ella el trabajo del equipo. Fue una preparación de alto nivel: seis horas diarias de entrenamiento, estudio de vídeos de competiciones internacionales, análisis de los rivales y preparación psicológica a cargo de Josean Arruza. Los momentos más incómodos llegaban cuando había que controlar la alimentación: «Tuve que someterme a un estricto régimen para controlar el peso; los dulces estaban prohibidos, lo que me trajo no pocos problemas, incluso con mi marido». En 1991 se proclamó campeona de España, de Europa y del mundo.
Sobre el tatami era demoledora. Ganaba los combates con autoridad, casi siempre antes de tiempo. Sin embargo, a Sergio no le interesaba mostrar tanta superioridad. Además, las rivales comenzaban a conocer las técnicas de su pupila. Miriam iba a ser la enemiga a batir.
Cuando se encontraba en el mejor momento de su preparación sobrevino la tragedia que cambió su vida. El 11 de junio de 1992, Sergio y un amigo -que llevaba la moto del marido de Miriam- salieron a “hacer curvas”. En La Carrasqueta, camino de Alcoy, Sergio sufrió un accidente y perdió la vida. El suceso puso en peligro la participación de Miriam en los Juegos. Sin embargo, la esposa de Sergio habló con ella: «Me dijo que tenía que intentarlo, que tenía que luchar por el oro; aquello me hundió del todo, porque estaba convencida de que no podía conseguirlo sin él; al borde del tatami, el apoyo de Sergio era fundamental». Miriam decidió seguir adelante con Josean Arruza, que asumió el papel del entrenador ausente y trabajó a fondo durante un mes y medio para convertirse en su referencia: «Hicimos muchísimos simulacros de competición, porque yo buscaba con la mirada a Sergio; miraba y veía a Sergio, lo veía de verdad». Además de su técnica depurada y su equilibrio mental, Miriam tenía una enorme fuerza moral, derivada del recuerdo de su entrenador y amigo: «Yo estaba mejor que nunca, aunque él no estaba allí para apoyarme».
Solo le valía la medalla de oro. Y en el oro pensaba durante la ceremonia de inauguración, a la que acudió con Yolanda Soler. Recuerda los gritos de ánimo del Príncipe de Asturias, abanderado español. La concentración y la rabia interior de Miriam le impidieron disfrutar de la estancia en la Villa Olímpica, donde compartía habitación, ajena al ambiente de los deportistas, con la judoka Begoña Gómez: «Me planteaba muchas cosas, pensaba que la vida era un desastre, solo quería que terminase la competición cuanto antes para irme a casa».
El 31 de julio, a las cuatro y media de la tarde, comienza la competición. Entra al Palau Blaugrana sin prisa, sonriente y descansada, saluda a familiares y amigos de Valladolid, a los alumnos del Judo Club de Alicante. Quien no está en el pabellón es su hermana Carmen, conocida en el entorno de la familia por su fama de gafe: «Siempre que Coqui acudía a verme, yo perdía, así que en Barcelona vio mis combates por una televisión de la Cruz Roja... fuera del Palau».
Queda exenta en la primera ronda. Diez minutos antes de su primer combate, sale para sentir el apoyo del público, ahuyentar nervios y estar tranquila en el momento de la verdad. Con una chaqueta de chándal sobre el judogui y la capucha puesta, realiza ejercicios de flexibilidad, mientras trata de lograr la máxima concentración. Lleva sus calcetines rojos de la suerte. Sujeta el judogui un cinturón con un nombre grabado: es el cinturón de Sergio.
El sorteo no la favorece. Debuta frente a la coreana Sun-Yon Chung, una de las rivales más difíciles: «Nos habíamos ganado mutuamente; era muy técnica, aunque le fallaba la cabeza, y por eso traté de provocar sanciones para que fallase; sin embargo, nos marcaron tres sanciones a cada una, y a la cuarta quedábamos fuera; ella se puso nerviosa y lo aproveché, marqué un ippon a falta de un minuto, gracias a un o-uchi-gari, y gané». En el palco está el Rey. Acaban de iniciarse los Juegos y aún no se sabe que la presencia de Juan Carlos I en las competiciones traerá suerte a la delegación española.
La siguiente rival es la japonesa Chiyori Tateno: «No me había enfrentado a ella, aunque sabía que tenía un ataque peligroso, era buena competidora; uno de los jueces la dio vencedora pero el árbitro me concedió el triunfo por decisión». Disputa la final de grupo contra la cubana Driulis González: «Era peor en suelo, así que enseguida nos fuimos al tatami, intenté dos proyecciones que fallaron y a la tercera logré el ippon; vi al Rey, y alguien me sugirió que le saludara, pero Josean se negó; había que concentrarse para la final». Arruza se queda viendo a sus posibles rivales, y Miriam se va a descansar. Ya es plata segura. Pero, personalmente, no le servía.
Disputa la final contra la británica Nicole Kim Fairbrother, con quien se había enfrentado en el Europeo, en el que había quedado tercera. El Palau es un clamor. El público corea su nombre: «Pensé que solo quedaban cuatro minutos para que todo aquello acabase, pero que aún tenía un combate por delante». Al poco de comenzar, está a punto de lograr un ippon. Antes de los dos minutos, marca un yuko con un barrido de pierna. Trata de inmovilizar a su rival pero el árbitro detiene el combate. Al ver el oro más cerca, pierde concentración, se descuida y la británica marca koka. Si Miriam comete un error, puede perder el oro. El último minuto, con Miriam aguantando los ataques de su rival, es muy emocionante.
Al cumplirse el tiempo, la nueva campeona olímpica se desploma sobre el tatami y se tapa la cara unos segundos, envuelta en un mar de lágrimas porque no puede compartir la gloria con Sergio: «Me sentía muy débil; me había protegido durante muchos días para que nada me hiciera daño, para que lo vivido no me influyese, y ahí me derrumbé».
Saluda después a su rival y al público, y se funde en un abrazo con su marido. Sube las gradas a hombros, hasta el lugar donde se encuentra su padre, abraza a la viuda de Sergio, comienza a gritar ¡Sergio, Sergio! y el público del Palau la secunda. Cuando recuerda este momento, a Miriam se le humedecen los ojos.
Llora cuando recibe la medalla, pero a la vez iba disipándose su temor a defraudar a Sergio. Después del control antidopaje, cumple su compromiso en Televisión Española y se va a cenar: «Iba en chándal con la medalla en el bolsillo; no dormí nada, temía que aquello fuese un sueño, y pensé que si me dormía, al despertar quizá todo iba a ser mentira».
Al mediodía del 1 de agosto, comparece ante los periodistas prácticamente sin haber pegado ojo. Dice que sin Sergio no lo habría conseguido y confiesa que le daba miedo perder y que el recuerdo de su amigo se borrara para siempre: «Quería ganar, sabía que podía, sobre todo para que él no muriera en mi corazón. Sergio va a vivir siempre, va a estar siempre dentro de mí. Ya no me siento responsable de lo que le pasó».
Celebró el oro en la Costa Brava, pero el regreso a Alicante no fue fácil. Tuvo que enfrentarse a una vida nueva, y lo hizo con el mejor ánimo, a pesar de sufrir un nuevo revés solo un año después: la muerte de su padre. Josean Arruza se fue a San Sebastián y Miriam sintió la obligación de recoger el testigo de la promoción del judo en Alicante. En 1996 montó el Judo Club y comenzó a entrenar a la vez que seguía compitiendo, aunque nunca volvió a usar en competición el cinturón de Sergio; tampoco el judogui y los calcetines rojos de la final: «Pienso que las cosas dan suerte una temporada; no se puede abusar ni de los amuletos».
No consiguió plaza para Atlanta y decidió dar paso a jóvenes judokas entrenadas por ella, como Isabel Fernández o Yolanda Soler, que lograrán el bronce precisamente en esos Juegos. Fue su gran éxito como preparadora. En el siguiente ciclo olímpico entrenó al equipo nacional junior femenino y siguió dedicándose a su club. En 2000 fue elegida senadora por el PP en la circunscripción de Alicante. Ha sido portavoz de deportes durante tres legislaturas, en cuyo transcurso aportó su experiencia como deportista, entrenadora y dirigente de club y federativa: «Estoy contenta de mi labor, he luchado por los deportistas, por sus derechos y su futuro, contra la invisibilidad de la mujer, por todo lo que tiene que cambiar en la legislación; hay mucho por hacer».
Evoca Barcelona'92 con una mezcla de alegría y tristeza: «No fue un momento alegre pero estoy orgullosa de haber luchado y de haberme sacrificado tanto; en Barcelona conseguí mirar al mundo desde lo más alto del podio, y aquello me dio fuerza para seguir luchando por mis sueños; por supuesto que la medalla me cambió la vida, pero estoy contenta del camino recorrido».
Deja para el final esta última reflexión: «La verdad es que, después de tantos años, leo este capítulo y me emociono. Es extraña la perspectiva que da el tiempo: Barcelona, tan lejos, y las emociones y sensaciones tan a flor de piel; en este tiempo no he querido mirar atrás; seguramente por eso, cuando revivo aquel momento los ojos se me llenan de lagrimas, porque hay recuerdos que duelen y seguramente nunca dejarán de doler; es verdad que la muerte de Sergio y de mi padre me han marcado y me han hecho relativizar las cosas y no olvidar nunca aquel proverbio latino: Carpe diem». Por fin, Miriam ha escrito su capítulo.