- Papá, quiero apuntarme a judo.
- Y eso, ¿qué es?
Isabel Fernández Gutiérrez (Alicante, 1 de febrero de 1972) dejó perplejos a sus padres con una petición poco habitual en una niña de siete años. A finales de los años setenta, no era demasiado frecuente en España que una niña eligiese las artes marciales, y mucho menos, en la pedanía de Torrellano (Elche). Sus padres, originarios de Selaya (Cantabria), se dedicaban a la ganadería, y como su vida cotidiana giraba en torno a las vacas, aquella petición infantil les sonó a chino.
Fue Romualdo Couzo, un profesor que daba clase de educación física en el colegio público del pueblo, quien vio en Isabel interesantes aptitudes físicas y quien la encauzó a la práctica del judo. En aquel momento, no era más que la actividad extraescolar de una niña alicantina, la cuarta de cinco hermanos, que también practicaba otros deportes. Sin embargo, poco a poco fue cogiendo gusto al contacto físico con las rivales, al tacto del judogui, al aprendizaje técnico: «Recuerdo que iba sola a judo porque mis padres no podían acompañarme; quizá por eso no sentí nunca presión por su parte, como le pasa a otros chavales en esas edades; desde luego que me ayudaron siempre en todo lo que necesité, pero no me exigieron ni esperaron nada; quizá ahí reside una de las claves de mi personalidad como deportista». En aquellos años comenzó a forjar un carácter luchador que tiene mucho que ver con el sacrificado modo de vida que significa trabajar con ganado: «De pequeña veía a mis padres trabajar de lunes a domingo, sin vacaciones, siempre pendientes de las vacas; desde luego que aprendí el valor del sacrificio y del trabajo». Su ejemplo la convertirá en una luchadora, en una guerrera incansable.
Perseveró en su afición, se sacrificó de lunes a domingo, y con quince años se proclamó campeona de España juvenil en su categoría, menos de 56 kilos. Competir en ese peso era un inconveniente en aquel momento porque Miriam Blasco iba a representar a España en los Juegos de Barcelona. Por eso, Isabel cambió de peso y compitió un tiempo en menos de 52 kilos. Ganó a Almudena Muñoz en la final del campeonato de España, pero Almudena completó una gran temporada internacional y logró la plaza olímpica. A partir de 1992, cuando las medallas de oro de Miriam y Almudena catapultaron este deporte en España, Isabel había empezado a ser conocida en torneos internacionales. Fue progresando y logró clasificarse para los Juegos de Atlanta. Todo marchaba bien en la competición olímpica hasta que, en semifinales, se enfrentó a la coreana Sun-Yong Jung. Los jueces no anotaron un claro yuko de Isabel, y esa decisión le privó de entrar en la final. Con la rabia por la injusticia sufrida, salió al tatami para luchar por el bronce contra Nicole Kim Fairbrother, a la que venció gracias a un yuko. El bronce olímpico fue su primer gran sueño hecho realidad.
Sin embargo, aquella primera medalla olímpica apenas cambió su vida cotidiana: «Mi padre seguía despertándome de madrugada porque necesitaba alguien que le ayudase a subir las vacas al camión. Después me iba a entrenar». Como cualquier deportista de élite, en aquellos años tuvo que renunciar a muchas cosas. Su mundo se reducía a entrenamientos a diario, mañana y tarde, trabajo en gimnasio y competiciones. El tiempo de ocio del resto era, para ella, descanso físico y visionado de vídeos de sus rivales. Su sacrificio dio fruto: se proclamó campeona del mundo en 1997 y subcampeona en 1999, y campeona de Europa en 1998 y 1999. Antes de cada torneo se activaba al máximo. Los movimientos de su coleta alta de combate expresaban bien su carácter en el tatami. Su máxima era echar el resto, no rendirse nunca. Llevaba la competición en la sangre. «Cuando eres competidora, sabes que la vida es así: si te tiran, tienes que levantarte e intentarlo otra vez; me dejo la piel; la competición es una forma de vida; cuando entreno lo doy todo, pero compitiendo soy el doble, no me afecta la presión, rindo mucho más». Comenzó a asumir con naturalidad su condición de ganadora, a la vez que iba concretándose en su mente un objetivo ineludible: mejorar en Sydney el resultado de Atlanta.
Antes de viajar a Australia, cumplió con su costumbre de dejar encendida una vela en la ermita de la Virgen del Rosario, entre Los Arenales y Santa Pola, frente a la playa. Como siempre que su hija competía, su madre también llenó la casa de grandes velas rojas y rezó por ella. Llegó a Sydney como favorita: «En Atlanta, la experiencia me quedó un poco grande; en Sydney la vivencia fue diferente, porque ya vas con una experiencia y sabes cómo va todo». Saber soportar la presión fue fundamental. En judo, cuatro años de sacrificio se juegan en un solo día.
Ese día mágico para Isabel, ese día que jamás olvidará, es el 18 de septiembre. Duerme bien la noche anterior y cumple con una de sus costumbres de siempre: estar con bastante antelación en la zona de competición, a fin de calentar con tranquilidad. Lleva su camiseta de la suerte y el cinturón con su nombre, bordado por un artesano japonés en 1990. En el primer combate tarda dos minutos en deshacerse de su rival, Hishigout Erdennes-Od, de Mongolia, con un ippon. Se enfrenta después a la estadounidense Ellen Wilson, a la que barre del tatami con un recital técnico: tres koka y un yuko. En cuartos se enfrenta a Kie Kusakabe. La japonesa toma la iniciativa al principio, pero Isabel ataca en la segunda parte del combate, que finaliza con empate a un koka. Gana por decisión, lo que provoca una sonora protesta de los seguidores nipones: «Lo pasé mal porque estaba igualadísimo; pasé de ronda pero podía haberme quedado fuera; tuve suerte pero así es el judo, a veces la decisión de los jueces te favorece y otras no».
Esta victoria es clave, porque en semifinales, gana, de nuevo por decisión, a la australiana María Pekli. «Se me saltaron las lágrimas al final, porque veía que le iban a dar la victoria a ella, que competía en casa; sin embargo, los jueces no se dejaron intimidar». La victoria le garantizaba la plata. Había mejorado el resultado de Atlanta pero no se conformaba. Quería conquistar el oro.
En la final se enfrenta a Driulis González, campeona olímpica en Atlanta. La estadística inclinaba la balanza a favor de la cubana, que había arrebatado a Isabel el título mundial meses antes: «Había soñado mil veces con el combate, porque ambas salíamos como cabezas de serie y probablemente íbamos a vernos en la final; lo planificamos durante meses en nuestro club, que es como se trabaja en judo, por clubes; sabíamos que iba a ser muy táctico, me mentalicé bien y salí tranquila, todo lo tranquila que se puede estar en una final olímpica». En el Sydney Convention & Exhibition Center el ambiente es frío, no hay gritos de ánimo a las finalistas, aunque de poco sirven mientras se desarrolla el combate: «En el tatami solo escucho al entrenador; si escuchas el ruido de alrededor, es que no estás concentrada». El duelo empieza táctico, aunque enseguida se produce una acción que será a la postre decisiva: la cubana es sancionada por un agarre. «Me aproveché de la pequeña ventaja que significó esa sanción y me dediqué a defenderla».
El combate va ganando en emoción, porque la campeona cubana busca desesperadamente puntuar. Isabel, siempre pendiente del marcador, sabe aguantar los ataques y conserva la ventaja obtenida en los primeros compases. Cuando se consumen los cuatro minutos y finaliza el combate, sabe que es campeona olímpica, aunque pasan veinticinco segundos hasta que los jueces confirman la victoria.
Cuando el principal levanta la bandera roja, Isabel salta de alegría: «Probablemente, las claves fueron preparar bien el combate y tener la cabeza fría. La verdad es que estuvo muy igualado, salvo su error, que fue definitivo».
Brazos en alto, con la mirada perdida y lágrimas en los ojos, Isabel celebra el momento más importante de su vida, que enseguida comparte con el resto del equipo, encabezado por la entrenadora nacional, Sacramento Moyano, con su esposo y entrenador, Javier Alonso, su hermano Aquilino -el único familiar que viajó a Australia-, el entonces presidente del COE, Alfredo Goyeneche, y los duques de Palma.
Fue el triunfo de la determinación, del esfuerzo de una luchadora tenaz. Después de veintiún años de práctica deportiva sobre los tatamis de todo el mundo, lograba materializar su sueño: «No me lo creía, porque la cubana era un hueso; hasta que toqué el metal». Pilar de Borbón le impone la medalla, la primera de oro del equipo español en Sydney: «No hay palabras para describir lo que es estar en el podio, poder vivirlo es una experiencia que, recordándola, sigue emocionándome».
El día había sido muy largo, y se prolongó aún más por el control antidopaje, las entrevistas para los medios de comunicación y la cena. Dado que Sara Álvarez, su compañera de habitación, competía al día siguiente, Isabel y su marido decidieron buscar un hotel. Al no encontrar una habitación libre, y para facilitar el descanso de su compañera, la nueva campeona olímpica durmió en un sofá de un salón próximo a la habitación. Su marido -que no tenía acreditación para acceder a la Villa- pasó la noche en una carpa para los conductores de los autocares oficiales... con la medalla de oro en el bolsillo.
Horas después, Isabel recibió la visita de Juan Antonio Samaranch. Un encuentro al que atribuye un valor muy especial: «Dos días antes de la final, había fallecido su esposa. Samaranch había viajado urgentemente a España y de regreso a Sydney vino a felicitarme; me regaló el pin que llevaba, un pin dorado con los aros olímpicos; lo tengo en la caja donde guardo la medalla».
El recibimiento en Alicante fue apoteósico. Después de los Juegos, inició con su marido un ambicioso proyecto para mejorar, a través del judo, la integración social y la calidad de vida de las personas con autismo. La idea surgió tras la visita a su gimnasio de una mujer que quería una camiseta firmada para su hijo. Fue un proyecto nuevo y distinto que le ayudó a renovar ilusiones: «Después de conseguir la meta que había soñado tanto, y una vez que había ganado todo, me dio un bajón tremendo».
Siguió compitiendo a alto nivel. Se sentía bien, motivada y sin lesiones. En Atenas solo logró diploma, aunque aquellos Juegos significaron para ella otro momento feliz: fue la abanderada del equipo español (la segunda mujer tras la infanta Doña Cristina, que lo fue en Seúl). Cuatro años después, en Pekín, perdió el combate de repesca y quedó fuera del podio. Isabel, que tantas veces supo ganar, también supo perder.
(Foto: COE)
Nunca pensó que su carrera deportiva sería tan larga y tan fructífera. «Cuando eres competidor, no ves el momento de retirarte, porque es lo que te gusta». El judo dio todo a la hija del vaquero de Torrellano: un lugar de honor en la historia del deporte español, premios, popularidad, un cargo público, una calle con su nombre en Alicante... Quizá para agradecerlo, Isabel ha seguido vinculada al deporte. Y seguirá, probablemente, muchos años. Tampoco ha abandonado la costumbre de visitar de vez en cuando la ermita de la Virgen del Rosario para encender una vela, por ella y por los deportistas que se forman en su gimnasio y que aspiran a emular su palmarés. Un reto difícil. Hay que sacrificarse muchísimo.
El libro "Españoles de oro. Deportistas que hicieron historia en un siglo de olimpismo español"
fue escrito por Fernando Olmeda y editado por el COE en 2012.