El penetrante olor a lúpulo de una de las fábricas que en los años ochenta funcionaba a pleno rendimiento en El Prat de Llobregat solía inspirar numerosos chistes entre los vecinos de este municipio del área metropolitana de Barcelona, la mayoría emigrantes que habían buscado en Cataluña un futuro mejor. Entre esas familias estaba la formada por Daniel Plaza, conquense de Montalvo, y Felicidad Montero, granadina de Loja, que tuvieron tres hijos: Daniel, Inmaculada y Esperanza. Quién les iba a decir que su chaval iba a convertirse en campeón olímpico.
Daniel Plaza (Barcelona, 3 de julio de 1966) fue un atleta con denominación de origen. Aunque hace años que no vive allí, siempre se ha sentido muy de El Prat. Allí transcurrieron su infancia y su juventud. Desde muy niño mostró buenas aptitudes físicas. El baloncesto era el deporte idóneo para sus características físicas. En la adolescencia ya superaba el metro ochenta de estatura. Sin embargo, a causa de una pelea durante un partido -y otros problemas- abandonó el deporte de la canasta. Comenzó entonces a practicar atletismo -1.500 metros, 3.000 metros y cross-, hasta que su profesor de gimnasia y antiguo marchador, Manuel Alcalde, le propuso probar la marcha atlética. Ídolos no le faltaban: Jordi Llopart, que había conquistado la plata en 50 kilómetros en los Juegos de Moscú, también había nacido en El Prat.
(Foto: oscarfont.blogspot.com)
Daniel se puso en manos de Moisés Llopart, padre de Jordi, con quien ganó con facilidad campeonatos de Cataluña, de España, el europeo junior... Como batía marcas comenzó a creer en sus posibilidades. Estaba forjándose un deportista de élite, que, paradójicamente, entrenaba en pistas que serpenteaban entre huertas de coles y escarolas, atravesaban descampados o corrían paralelas al recinto del aeropuerto. Con veintidós años, acudió a Seúl'88. Nadie reparó en él. De su puesto duodécimo en los 20 kilómetros marcha extrajo su primera gran lección: «Me enseñó cómo se sufre en una competición olímpica, y lo bien preparado que uno debe estar para conseguir una medalla».
Con el objetivo del 92, El Prat consiguió una mejora de su pista de entrenamiento. Daniel comenzó a realizar sesiones fraccionadas, en series de mil metros a tope con pequeños descansos, para conseguir ritmo de competición. A veces, Jordi Llopart le seguía corriendo para no perderle. Trabajaba de lunes a sábado ocho horas diarias, en las que cubría cuarenta kilómetros. Por tanto, marchaba doscientos cuarenta kilómetros semanales. Poco a poco fue mejorando también su preparación técnica, a fin de minimizar el riesgo de descalificación por correr en lugar de marchar, uno de sus defectos en aquel momento. Además, practicaba la visualización de imágenes de competiciones y comenzó a utilizar la sofrología, mediante la cual preparó una óptima respuesta psicológica frente a una eventual situación de nervios.
No era supersticioso, pero solía dejar un resquicio a la duda. En 1990, participó en los europeos de Split provisto de un escarabajo que le había regalado su tía Elvira. Quedó subcampeón de 20 kilómetros tras una actuación fantástica. En la Copa del Mundo y en los Juegos Mediterráneos obtuvo también buenos resultados. La gran prueba de fuego iba a ser el Mundial de Tokio. Aquel 24 de agosto de 1991, a un año de los Juegos, realizó una carrera impecable y se clasificó tercero. Unos minutos después, cuando celebraba el bronce y era asediado por los periodistas españoles, recibía la noticia de su descalificación: «En aquel momento me planteé seriamente la retirada; si no hubiera sido porque los Juegos eran en España, no habría competido más». Aquel decepcionante día, olvidó el escarabajo de su tía Elvira. Barcelona será su oportunidad de revancha.
Tres meses antes de la inauguración, dejó de ver a su familia y a Moisés Llopart, quien delegó la recta final de la preparación en su hijo Jordi: «Me motivaba diciéndome que no iba a pasar a la historia mientras no le superase; en ese momento, queríamos alcanzar, exactamente, la forma precisa para los Juegos, sin desgastarme ni quedarme corto, y era un equilibrio difícil, cuando uno se juega tantos años de sacrificio».Tan difícil, que una sobrecarga le dejó parado varios días, y hasta una semana antes no entrenó a ritmo de competición. En Canet de Mar realizó un test clave cuyos resultados no trascendieron, para evitar que se le incluyese entre los favoritos. Daniel marchaba con tiempos de récord olímpico.
El Día D de su vida fue el 31 de julio. El circuito, en la zona franca de Barcelona, dista apenas diez kilómetros de su casa, que se divisa a lo lejos. Competir en casa da alas, y Daniel conoce bien el circuito, la terrible subida al Estadio Olímpico, capaz de romper al mejor marchador. Aquel día, las condiciones de humedad y temperatura son ideales para Daniel. Está habituado. En la salida, su objetivo es cumplir con la estrategia de carrera que tantas veces ha ensayado con los Llopart. Sin embargo, no repara en un detalle que algunos miembros de su familia consideran fundamental. No lleva consigo el escarabajo de la suerte. Por suerte, segundos antes de comenzar la prueba, su tía Elvira se lo acerca. Daniel lo guarda en el diminuto bolsillo del calzón y se pone en marcha.
En la salida, ocupa un posición secundaria, no entra en las apuestas. Los ojos de los aficionados están puestos en su compañero Valentí Massana. Un mes y medio antes de la final olímpica había establecido un nuevo récord de España de la distancia (1:19:25); era el primer español que rompía la barrera de 1:20:00. La carrera transcurre conforme a sus deseos. El ritmo vivo que impone uno de los favoritos, el veterano Maurizio Damilano, doble campeón mundial y oro en Moscú y bronce en Los Ángeles y Seúl, no influye en sus planes. Daniel mantiene su cadencia y no se desgasta. Con veintiséis grados de temperatura, un alto porcentaje de humedad y un calor que quema el asfalto, los grandes favoritos van cayendo.
A mitad de carrera se forma un cuarteto formado por Damilano, el canadiense Guillaume Leblanc y los españoles Massana y Plaza, con el italiano Giovanni De Benedictis algo más retrasado. En ese momento, Daniel tiene claro que puede estar en el podio. Sus padres también son optimistas, aunque siguen la carrera de una forma muy distinta. Como siempre que compite Daniel, su madre ha puesto una vela a María Auxiliadora. Sin embargo, los nervios le nublan la memoria y no está segura de cómo la ha dejado. Teme que se produzca un incendio y pide a su marido que regrese a El Prat, mientras ella y la tía Elvira permanecen en el circuito.
Daniel mantiene el ritmo de cuatro minutos por kilómetro, mientras van descolgándose Mijail Schennikov, Robert Korzeniowski y otros rivales peligrosos. A medida que pasan los kilómetros, los españoles no ceden e incluso toman metros de ventaja ante la inminente subida a la montaña de Montjuic. Daniel se siente fuerte y decide asestar el golpe definitivo a falta de cuatro kilómetros para la meta. Se va en solitario con decisión. Mientras esto ocurre, el padre de Daniel comprueba que todo está en orden en su casa y regresa al circuito, escuchando la carrera por la radio. Al llegar a Montjuic, los vigilantes de seguridad y el cordón de voluntarios le impiden el paso. Cuando se identifica como “el padre del que va el primero”, le permiten entrar. En ese momento, su hijo está a punto de encarar los últimos mil seiscientos metros, la tremenda subida al estadio. Podrá presenciar, en directo, el último tramo de la prueba.
Su regularidad está siendo aplastante. Liderar la prueba no le ha desgastado físicamente, pero está corriendo riesgos porque lleva dos amonestaciones: «Pensé que llevaba sólo una: si lo hubiera sabido, me habría preocupado más». En la última vuelta, mantiene el liderato mientras Massana logra descolgar a Leblanc. La alegría reina en el estadio. Parece que la subida no va a modificar las posiciones, y solo un desfallecimiento o una decisión de los jueces puede impedir el doblete español. Sin embargo, Massana recibe el tercer aviso por marcha irregular y es descalificado. Daniel no ve a su compañero y no entiende lo que ocurre, pero no le queda más remedio que apretar los dientes y seguir adelante.
Ha superado su peor momento y ya sólo tiene enfrente el túnel de acceso al estadio: «Pensaba que no llegaba, hubo momentos en que me dieron ganas de parar a descansar, de ponerme a andar; se pierde la conciencia de lo que ocurre, y solo sacas fuerzas del aliento del público, que me llevó hacia arriba; cuando los vi y los oí, sentí que ganaba; la entrada en el estadio fue indescriptible». Un clamor de sesenta mil personas le vitorea al entrar en el estadio. Los últimos metros son apoteósicos. Marca un tiempo de 1:21:45, con clara ventaja sobre Leblanc y De Benedictis. Daniel se convertía así en el primer campeón olímpico en atletismo.
Al cruzar la meta, pasan por su mente imágenes agridulces de su vida. Especialmente, la descalificación de Tokio. Ni siquiera recuerda que lleva el escarabajo de su tía en el bolsillo. Con las banderas de España y Cataluña, disfruta del momento más hermoso de su vida como atleta. Después, se encuentra con su padre en el vestuario, donde llega extenuado: «Los momentos más emocionantes que recuerdo son dos abrazos: con mi hermana Esperanza, al dar la vuelta de honor, y con Jordi en la rueda de prensa». Su entrenador también vive un momento de emoción inolvidable.
La entrega de la medalla se hace esperar. Se oyen silbidos en el estadio al anunciarse que la ceremonia se retrasa. Tras pasar el control antidopaje, se va en taxi a casa, acompañado por Jordi Llopart. El conductor le reconoce y al llegar a El Prat no le cobra el servicio. Daniel recoge ropa en casa y se a a cenar. Hasta las cinco de la madrugada, repasa con su entrenador el desarrollo de la carrera. Apenas duerme tres horas. A las ocho, ya está en pie para atender los compromisos propios de su nueva condición de campeón. Entre esos compromisos también está recoger la medalla, que regala a su madre.
En El Prat, el recibimiento es tremendo. “Es de aquí, es un pota blava”, dicen con orgullo sus convecinos, refiriéndose a la variedad de sabrosos pollos “pata azul” que se crían en la comarca. Como los pollos, también la marcha atlética es un producto genuino de esa tierra. Daniel saluda desde el balcón del Ayuntamiento. Con voz entrecortada, su padre grita: “¡Viva el Dani!”.
Aquella carrera, con la que vibraron millones de españoles, fue seguida desde una casa de verano de Torrevieja por Belén Ortiz, una joven alicantina que también se emocionó con su triunfo. Quizá inconscientemente, como señal involuntaria del orgullo que todos los españoles sintieron, se quedó con aquel rostro. Dos años después, se conocieron en una noche de verano y en 1995 contrajeron matrimonio.
Alicante es su tierra de adopción, pero buena parte de la vida de Daniel Plaza está junto a la fábrica de cervezas de El Prat, en las pistas con olor a lúpulo en las que otros jóvenes siguen aspirando a ser como él. Allí también dejó algo más. Aunque donó su camiseta y su pantalón al Museo Olímpico de Lausana, en una modesta vitrina del polideportivo Moisés Llopart, junto a otros objetos de deportistas locales y una antorcha de Barcelona’92, están sus zapatillas y su dorsal 445. El del primer atleta español campeón olímpico.