Joan Jané y Manuel Estiarte van a contar la historia viva, brillante, quizá irrepetible, de los éxitos de la gran orquesta sinfónica nacional del agua. Campeones de Europa, del mundo, medalla de plata en Barcelona y de oro en Atlanta. Les pido que rememoren el gran concierto de la competición olímpica de 1996, el más excelso. Y me encuentro con un vendaval inacabable, hermoso, intenso y apasionante de sensaciones, recuerdos, sentimientos e imágenes que brotan de ambos en un emocionante manantial de sinceridad.
Joan Jané había sido olímpico con la selección de waterpolo en México’68. Quedaron novenos. Eran los novatos, a los que nadie respetaba, víctimas previstas. Estiarte cumplía en Atlanta sus quintos Juegos consecutivos. El director y el solista. Muy pocas veces se encuentra la afectuosa, cómplice y decisiva unión entre dos hombres que, cada cual con su personalidad y a su estilo, buscaban los mismos objetivos y trabajaban en la misma dirección. Joan diseñaba, dirigía, exigía y mandaba. Manel interpretaba, pasaba a limpio, aglutinaba, equilibraba, imprimía carácter, se entregaba y complementaba. Como un sueño.
Jané se hizo cargo del equipo en 1994. Estiarte ya estaba, y era. Jané llegó, y el waterpolo español ya presumía de medallas en sus vitrinas. No iba a buscar milagros. Tenía que mantener la tierra conquistada, el ritmo, los triunfos, el palmarés de una orquesta que venía sonando de maravilla desde hacía años. Sustituyó al técnico yugoslavo Dragan Matutinovic, que había dirigido el "gran salto". Pero su genio y un carácter excesivo le condujeron al tremendo e imperdonable error de agredir a un árbitro en una competición. Fue su final. Entonces llegó Jané: «Entré con un contrato que no llegaba a doce meses, y con un reto grandioso, sustituir a un fenómeno; me faltaban dedos para contar las medallas que habían ganado, un embolado tan gordo que hubo quien me tildó de loco por aceptarlo, pero no me rendí». Ahí comenzó la gran historia entre Estiarte y Jané: «Manel me llamó y me animó, me dio confianza y seguridad. Sabía que no tenía ni el carisma, ni el prestigio del anterior, pero entendí la oportunidad. Yo era un desconocido que entrenaba a un equipo de segunda división. Alguien pensó que de este carro podía tirar un españolito, y dejarse de entrenadores extranjeros que venden humo, planifican proyectos maravillosos a cuarenta años vista y ganan más dinero que nosotros. Quienes confiaron en mí en ese momento, se la jugaron. Le echaron mucho valor. Pero yo siento locura, pasión, soy un enfermo del waterpolo, de mi deporte. Sabré más o menos, pero entrego la vida. Tenía que intentar también convencer al equipo, acostumbrado a ganar medallas. Algunos pensarían, seguro, que con el nuevo, un don nadie, pasarían del podio a la cola. Y arriesgué con todo eso. Y, sobre todo, hubo dos cosas que me empujaron a aceptar el reto: la primera es que yo veía la injusticia de que a este equipo, las autoridades deportivas, los periodistas, la gente, les había adjudicado el cartel de perdedores; que no sabían ganar las finales, como si llegar a una final fuera sencillo. Y la segunda, una frase que me dedicaron y me dolió, aunque la aceptara: que yo era un melón sin abrir. Por tanto, y aunque a mí no me gusta perder a nada, el 94 fue un año de búsqueda, y el 1 de enero de 1995 empezó a forjarse la meta, que no era otra que Atlanta».
Para Estiarte fue distinto. Para él y para otros jugadores, todo había comenzado mucho antes. Porque, junto a las medallas, también hubo decepciones, lágrimas, frustración: «La historia estaba siendo muy injusta con nosotros. Por ejemplo, en Seúl hicimos un torneo sensacional. Pero, para alcanzar la gran meta, lo nunca visto, estar entre los cuatro primeros, por el cociente de goles no dependíamos de nosotros, sino del resultado del Estados Unidos-Hungría, y aquello estaba preparado para que España no llegara. Se pusieron de acuerdo. Fue asqueroso, una carroñada. A falta de doce segundos, los americanos hicieron gol. Y con eso nosotros estábamos metidos en semifinales. Habíamos ido a verlo todo el equipo. Doce segundos. Empezamos a abrazarnos como locos. Y en el ataque final, a falta de tres segundos escasos, se dejaron meter un gol. Yo lloré de rabia, de amargura y de impotencia, pero vi además sufrir a los chicos, que acudían a sus primeros Juegos, ante una injusticia tan grande. Allí, en Seúl, eliminados por una jugada sucia y antideportiva, empezó a curtirse el futuro, empezaron a trabajarse las futuras medallas. Con Matutinovic aprendimos a sufrir. Creyó que éramos unos chicos con fuerza e ilusión, pero sin talento, y nos mataba a entrenar. Doce, trece, catorce horas diarias. Era tremendo. Nos hacía subir y bajar cuestas con piedras, entre otras lindezas. Incluso Rollán tuvo que operarse de las dos rodillas debido a los esfuerzos. Y ese saber aguantar, trabajar, sufrir, nos sirvió de mucho».
Estiarte va cerrando círculos y valorando la situación vivida hasta que llegó Jané, así como la metodología de Matutinovic: «No voy a renegar de él, pero se encontró con un material humano precioso, dispuesto a todo. Trabajamos como idiotas, pero lo aceptábamos, porque el objetivo, unos Juegos en casa, era tan grande, tan hermoso, que todo se daba por bueno. Fue una etapa muy dura, en la que Matutinovic nos aportó disciplina, autoexigencia, dureza mental. Pero lo más importante es que había calidad, un equipo impresionante. En el 92, en casa, el mismo equipo de Seúl más los Pedrerol, Oca, etc., nos encontramos de nuevo con el dolor. Antes de unos Juegos, seguramente firmas una medalla de plata, pero cuando estás ante quince mil personas, el Rey, tus padres, tus hermanos, amigos, todo el mundo allí, sabiendo que puedes ganar, juegas seis prórrogas y pierdes después de dos horas de partido y en tu casa, fue horrible. Seúl fue una injusticia, y Barcelona un gran dolor. Y ahí también se empezó a esculpir el oro de Atlanta.
Estiarte aborda ahora el relevo de Matutinovic: «Nos cogió tres meses antes del Mundial del 91 en Perth, donde fuimos plata, y tuvo que marcharse en el 93 porque pegó a un árbitro que nos había pitado mal, y eso no puede ser. En el agua, durante el partido, hay que ganar. Pero acaba y se terminó. Hubo una reunión con el presidente de la Federación en la que estuve como capitán, y yo no decidí, pero opiné que aquello no era correcto. Le destituyeron. Y en ese mismo momento, se empezó a buscar el sustituto. Manifesté que ya era hora de dar una oportunidad a algún español para que demostrara su capacidad, orgullo y conocimientos. Y salió Joan. Y Joan encontró un equipo que estaba muy picado con la historia, con la adversidad, con muchas cosas. Y por lo tanto, con ganas y coraje para lograr mucho más. Eso, más su entrega total, trabajo y honradez, hizo que el grupo tirase hacia arriba como un cohete. La gente también se dio cuenta de que este equipo sí sabía ganar. Y que lo hacía después de haber perdido. Porque este equipo había ganado plata en dos Mundiales, otra plata y otro bronce europeos, y una plata olímpica».
Es difícil transmitir el fuego, la pasión con la que Estiarte lo cuenta. Difícil describir a Jané a su lado, entusiasmado, atento, en complicidad absoluta con su capitán: «Éramos ganadores, veníamos de cinco años conquistando títulos, no éramos pardillos. Era una trayectoria, era la continuidad desde el 91. El mismo equipo, prácticamente con tres o cuatro aportaciones». Jané vuelve la vista a 1995, año que considera decisivo: «Fue un año durísimo. Por ejemplo, Rollán venía de una operación, consecuencia de los esfuerzos de preparación del 92, una preparación que, seguro, se hizo con mucho corazón pero con poca cabeza. Nos hizo mucho daño. Rollán quiso jugar el Europeo, a pesar de no estar en las mejores condiciones, y terminamos quintos. En nuestro deporte, el portero es esencial, fundamental. Sin un gran portero es imposible ganar nada. Pues bien: a pesar de todo eso, teníamos claro que la mirada debía dirigirse a los Juegos. La planificación, el trabajo, probar perfiles de jugadores, empezó en el 95 para tenerlos preparados y a punto en Atlanta».
Es tal la autoridad moral, el carácter, el ascendiente de Estiarte, que es él quien despeja dudas sobre cómo funcionaba esta orquesta sinfónica, incluso cuando, a veces, desafinaba: «Había gente muy joven, con mucha calidad, que cuando veía tantas medallas, creía que esto salía solo, sólo con tirarse a la piscina. Y no era así. Había que tener ambición, respetar unas reglas entre compañeros, vivirlo con intensidad. Cuando surgían detalles de inmadurez, lógicos entre muchachos muy jóvenes que no asumían del todo la responsabilidad, había que cortarlos de raíz. Tuve que echar una bronca a Iván Moro en este sentido para situarle debidamente y también hubo, antes de los Juegos, otro momento muy fuerte con Salva Gómez, siendo como hermanos. Nos dijimos muchas cosas, muy duras, pero terminamos dándonos un abrazo y comprendiendo que tanto esfuerzo, sacrificio y trabajo, no iba a romperlo una gilipollez. Por eso, éramos algo más que un equipo. Un fabuloso grupo de amigos, que nos hablábamos durante el año, nos preguntábamos por nuestras familias, y nos preocupábamos por el presente y el futuro. Pero si había que decir algo de frente y por derecho, se decía». Jané da la razón a Estiarte: «Era un carro del que todos teníamos que tirar en la misma dirección. Tenía que haber un capitán, un responsable, que orientase y aclarase las ideas».
En Atlanta llegó el tan buscado, deseado, merecido y trabajado premio. Habla Jané: «No sé decir ahora mismo por qué logramos el oro, pero allí salió todo: el destino, la historia, la injusticia, el dolor, el momento. Explotó todo de un golpe, porque desde el partido de cuartos de final con Estados Unidos hicimos un waterpolo de antología. De verdad».
(Continúa aquí)
(*Este capítulo fue escrito por Juan Manuel Gozalo, coautor de Españoles de oro )