Ese pálpito cobra presencia definitiva el día 8, día de inauguración de los Juegos y víspera de la prueba. Es un día especial para Samuel porque se cumple el aniversario de la muerte de su madre, pero ocurre algo que, para el asturiano, es difícil de explicar: «Uno de los masajistas de la selección, a quien llamamos El Rubio, preguntó a Torrontegui quién llevaba el número ocho; le contestó que lo llevaba yo, y dijo: pues Samuel va a ganar la carrera». El 8 es uno de los números de la buena suerte en China, y tiene un significado equivalente a prosperidad, buena fortuna o mucho dinero. Aquel 8 de agosto, minutos antes de las ocho de la noche, los ciclistas ven desde sus habitaciones al resto de deportistas que se disponen a salir hacia el Estadio Olímpico para participar en la ceremonia de apertura. Ellos, sin embargo, tienen que quedarse. Samuel trata de conciliar el sueño, aunque los fuegos artificiales no le facilitan la tarea.
La carrera en línea se disputa el sábado 9 de agosto. Los “cinco magníficos” españoles forman una selección poderosa sobre el papel. Son cinco ciclistas con posibilidades de podio, y su planteamiento no consiste en trabajar para un líder. Es un equipo preparado para responder a cualquier situación de carrera. A priori, el trazado les favorece. Pueden desarrollar una táctica agresiva con Contador y Sastre, o reservar, si aguantan, a Sánchez y Valverde, que pueden ser letales en caso de llegar a meta en un grupo pequeño. En este caso, la punta de velocidad del murciano es la gran baza. Rivales peligrosos hay muchos: Dennis Menchov, Andy y Frank Schleck, y por supuesto, Paolo Bettini, defensor del título olímpico. La escuadra italiana es una de las favoritas... pero lleva los dorsales 1 a 5. El 4, adjudicado a Franco Pellizotti, es uno de los guarismos de la mala suerte en la numerología china.
Cuando los ciclistas se disponen a tomar la salida, la temperatura es de 25 grados y la humedad del 94%. La “guerra” se plantea entre Bettini y Valverde. Pocos ciclistas y técnicos cuentan con Samuel, el menos laureado de los cinco españoles; su misión en carrera es vigilar a Davide Rebellin. Pero el asturiano, como suele decir Alberto Contador, es un ciclista que sabe aprovechar sus oportunidades. En los primeros kilómetros llanos, el pelotón disfruta del paisaje a la espera del inicio de la parte seria del trazado: siete vueltas al circuito de Badaling: «Como no había público, llevaron autobuses con ciudadanos chinos; al principio escuchábamos cánticos y tambores, y al final estaban sentados, casi no cantaban».
Después de varias escaramuzas, Samuel entra en el grupo de veinticuatro hombres que permanece muchos kilómetros escapado. A falta de dos vueltas, Sastre y Contador imponen un ritmo infernal y se vacían con generosidad. Freire, convaleciente de una gripe y con problemas estomacales, se retira. Contador es el siguiente sacrificado. «Fue extenuante; recuerdo que había duchas en el recorrido -no lo había visto nunca- y que bebí unos quince litros de agua». Samuel resiste el ataque de la humedad y el calor de pegamento y se hidrata bien, a la espera del momento decisivo. «Antequera insistió mucho en la generosidad, en ser buenos compañeros, y eso sucedió, todos trabajamos mucho, y al final, fui yo el que estuvo delante, porque la verdad es que llegué muy fino», explica. ha sabido esperar su oportunidad.
En la última vuelta, queda en cabeza junto a Davide Rebellin y Andy Schleck. Ruedan juntos unos kilómetros, en los que el asturiano no cesa de mirar hacia atrás. Es consciente de que ha de tirar para asegurar así una medalla. Valverde es aún la primera baza, pero el marcaje mutuo con Bettini les ha ido diluyendo. Samuel es el tapado del equipo español, que, sin embargo, va a jugarse el todo por el todo en solitario, porque no escucha las órdenes de Antequera, cuyo coche va muy atrás. No le llega sonido por el pinganillo. A falta de dos kilómetros, el ruso Alexander Kolobnev, el australiano Michael Rogers y el suizo Fabian Cancellara, que se ha unido a última hora, alcanzan a los tres escapados. Valverde no puede seguir su rueda.
La prueba va a decidirse en el último kilómetro, una rampa con un desnivel del diez por ciento a la que los ciclistas llegan con las fuerzas al límite, tras seis exigentes subidas. España se juega todo a la baza de Samuel, que pasa cuarto bajo la pancarta del último kilómetro. «Si físicamente no estás al cien por cien, la cabeza no funciona al cien por cien; las sensaciones eran buenas, sabía que si me metía en el grupo que se jugaba las medallas podía ganar, porque estaba fuerte». En aquel momento, está al cien por cien. Además, es listo y tiene el temple de enfriar las neuronas y espantar el nerviosismo cuando ve la posibilidad del metal. De aquellos segundos decisivos, Samuel recuerda una extraña sensación: el hecho de disputar una llegada sin público, casi sin ruido, con una frialdad en el ambiente muy distinta a la épica de los finales de montaña del Tour, el Giro o la Vuelta.
A doscientos metros de la llegada, Kolobnev ataca y el ritmo del grupo se acelera. «El ruso y Rebellin eran los favoritos, porque Cancellara venía muerto; yo tenía claro que no podía quedarme encerrado, por eso me metí por la derecha, para esprintar cerca de la valla y que nadie entrase por ahí; vi con el rabillo del ojo que Kolobnev flaqueaba y que Rebellin era el enemigo a batir». En la rampa que va a abrirle las puertas de la gloria, agota las energías que le quedan, aunque reserva un último aliento para el sprint final. «En los últimos ciento cincuenta metros, empecé a meter desarrollo y a bajar piñones, cerré los ojos, respiré hondo y me mentalicé para morirme hasta la meta». Resiste el envite de Rebellin, toma unos centímetros de ventaja y se impone en un sprint narrado con una intensidad difícil de igualar por Pedro Delgado y Carlos de Andrés, comentaristas de Televisión Española: ¡Samu, Samu, vamos Samu, Samu, Samu campeón!”
Al cruzar la meta, levanta los brazos y se santigua, se lleva las manos al casco y al rostro y disfruta de un segundo de felicidad absoluta. «Mi primera imagen es la de Torrontegui levantando los brazos; nos abrazamos y le dije: Marcelino, la que acabamos de liar». Después se abraza a Contador. “Puto amo”, le dice el pinteño. “Un sueño, la verdad. Nunca pensé que podría haber quedado campeón olímpico”, es lo primero que dice cuando el reportero de TVE le acerca el micrófono. Se abraza con sus compañeros y con el presidente de la Federación Española de Ciclismo, Fulgencio Sánchez. Le felicitan Bettini y Cancellara. “Ya cumplí aquí... lo que venga, un sueño, pero esto... una vez en la vida”, vuelve a responder al equipo de TVE. Se abraza de nuevo con Contador. “Pasado mañana, tú”, le dice el asturiano. Después de seis horas veintitrés minutos y cuarenta y nueve minutos sobre la bicicleta, ha sido el más fuerte, el que mejor se ha encontrado, el más listo. Es plata el italiano Rebellin, que cumple ese día treinta y siete años, aunque meses después será desposeído de su medalla por dopaje. El suizo Cancellara conquista el bronce en carrera (plata después), y Kolobnev es cuarto (bronce tras la descalificación de Rebellin).
A través del teléfono del entonces Secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetzky, Samuel recibe felicitaciones desde España. Minutos después, comparece ante los medios, y, al entrar a la sala de prensa, se hace una foto a una mano con su móvil, con los periodistas al fondo. Después de los controles sanguíneo y de orina, y sin posibilidad siquiera de ponerse un chándal, es trasladado al acto de imposición de medallas, media hora después de terminar la prueba. «Mi esposa, Vanessa, me había dado la enhorabuena a través de una emisora de radio, pero yo, cuando estaban dando las medallas a Cancellara y a Rebellin, sólo tenía ganas de hablar con ella y con mi abuelo José Luis». El momento duro llega entonces. Samuel rompe a llorar cuando escucha su nombre por megafonía. Llora de felicidad cuando sube al podio en el escenario más bello posible, con la Gran Muralla al fondo; cuando el Gran Duque de Luxemburgo le impone la medalla y recibe la felicitación de Pat Mc Quaid, presidente de la UCI; cuando levanta el ramo y muestra la medalla; cuando mira al cielo y se acuerda de los seres queridos ausentes. «Estaba como una magdalena, es algo indescriptible, una sensación de felicidad y nerviosismo y calma y paz interior increíble, muy emocionante». Sigue llorando al escuchar el himno nacional. Al sonar la última nota vuelve a mirar al cielo. Segundos después, acompañado de sus rivales en lo más alto del cajón, muerde la presea y, por fin, sonríe.
Por primera vez en la historia, España conseguía una medalla de oro en la primera jornada de unos Juegos. También por primera vez, el ciclismo español subía a un podio olímpico en la modalidad de ruta. Rodeado de gente y contagiado por la alegría, Samuel aún no es consciente de la importancia de su logro, aunque comienza a darse cuenta cuando su esposa le dice que todos los medios de comunicación están colocando la noticia en portada, y que ella está desbordada por la cantidad de cámaras y unidades móviles que ha ido a casa de su familia en Galicia: «Llámale cabezonería, amor propio o ambición por marcarme nuevos retos; sin esa cabezonería, sin mis ganas de ser mejor cada día, a veces sin saber muy bien cómo, simplemente por voluntad, no habría ganado el oro; he trabajado toda mi vida».
En el trayecto hasta la Villa sigue recibiendo felicitaciones vía telefónica. Por la noche, es el protagonista de la cena organizada en la Casa de España: «Me impactó la dimensión humana de los Príncipes de Asturias, su humildad, su cercanía, el interés sincero de Doña Letizia por nosotros, no sólo por mí, por los ciclistas; estaba muy interesada en los detalles de nuestra vida, de lo duro que es, preguntó por lo que comemos, por cuántas horas nos entrenamos, por cómo lo llevan nuestras familias.; le dijimos que más duro era lo suyo, representar a España a todas horas» A mí me preguntó que de qué parte de Asturias soy, le dije que de Oviedo y, hablando, descubrimos que éramos parientes lejanos». Los ciclistas se cobran la apuesta cruzada en las horas previas con Mikel Zabala, director técnico de la Federación y, con una maquinilla, le cortan el pelo al cero.
Al día siguiente, pocos deportistas reconocen a Samuel en la Villa. «Salvo los españoles, nadie parecía haberse enterado de que había ganado el oro, la verdad. Además, no dejaban pasar a los periodistas a la Villa, o sea, que estaba tranquilo. El único que notaba agobio alrededor era Nadal, yo seguía siendo uno cualquiera». Tumbado en la camilla, las manos de Torrontegui le devuelven a la realidad, tras aquellas horas de euforia. Samuel ha de preparar la contrarreloj individual. Comparte habitación con Contador porque Freire, Sastre y Valverde han regresado a España. Duermen con la medalla colgada en la puerta del armario. Aunque van con la moral alta a la crono, sobre una distancia de 47.3 kilómetros, se cumplen los pronósticos, y el suizo Cancellara se proclama campeón olimpico. Contador es cuarto y Samuel, sexto.
Samuel tiene claro que su oro fue posible gracias al trabajo de grupo: «Funcionamos como un equipo, con un capitán como Sastre que transmitió tranquilidad, y con Antequera, que nos llevó bien, supo unir al grupo y al final el resultado fue el máximo; gané yo porque estaba fuerte y porque se dio así la carrera, pero es evidente que sin su esfuerzo no habría ganado». Como muestra de agradecimiento, repartió entre sus compañeros la dotación económica del premio, razón por la cual fue galardonado meses después con el Premio Infanta Elena, que recompensa el gesto de nobleza deportiva más destacado del año.
Ha sido el éxito más importante de su carrera, el sueño de todo deportista: «Ser campeón olímpico es quizá la carrera más rentable para un ciclista, porque la ganas un día y la disfrutas cuatro años», reflexiona; «es lo máximo para cualquier deportista, aparte del reconocimiento social, traspasa las fronteras de tu deporte». Dice que no le ha cambiado la vida y que su triunfo debe servir de ejemplo a los jóvenes que quieren llegar lejos en el ciclismo. «Por ser campeón olímpico no te vienen las cosas, hay que seguir peleando. En la vida, sin sacrificio no se obtiene nada. Es el ejemplo que pongo, si sacrificas todo por algo en lo que crees, al final sale». A la pregunta sobre si le gustaría que sus hijos se dedicasen al ciclismo, responde: «Por qué no, a mí la bici me lo ha dado todo, y actualmente es un trabajo como otro cualquiera, no les pondré cortapisas».
En Asturias le admiran tanto como a Fernando Alonso, a quien se ha llevado con frecuencia a rueda por las rutas de montaña asturianas. El 24 de febrero de 2009, fue nombrado hijo predilecto de Oviedo, cuyo Ayuntamiento decidió poner su nombre a una calle. En 2010, se colocó una estatua del ciclista en tamaño natural, con la indumentaria y el gesto del momento en que celebraba su medalla en el podio, señalando con el dedo índice al cielo y mordiendo la medalla.
Llevó en el ciclo olímpico posterior a Pekín una equipación personalizada, que recordó al pelotón profesional su condición de campeón. Pero nunca volvió a usar la bicicleta. Tampoco el maillot, el culotte, los calcetines, las gafas y el casco anaranjado de su equipo profesional. Por su cumpleaños, su esposa le regaló unos pendientes con los aros olímpicos. Por supuesto, cumplió la apuesta cruzada con Joan Llaneras y se tatuó el símbolo olímpico y Beijing 2008 en su hombro derecho. Oro en su piel.